“Las piedras
rodando se encuentran y tú y yo
algún día nos habremos de encontrar”
El Tri
Siete
de la mañana, clase de Matemáticas, pero ustedes ya sabrán, prefiero no
especificar sobre el tema, mas en pocas palabras, ¿De
qué me servirían las Matemáticas? Escuché esa
pregunta tantas veces, siempre a regañadientes y entre murmullos quejosos. Iba
razonando sobre ese asunto cuando, como quien pasea su mirada distraídamente y
voltea sorprendido al encontrar algo
que rompe escandalosamente con el paisaje, la vi. Estaba ella en el vestíbulo.
Encontré rosales en el desierto. Pensé que era un vestigio de luna y
vapor rezagado en
mis ojos. Parpadeé fuerte y quedé absorto. No desapareció, tatuada en mis
retinas, se
torno nítida.
Ella
observaba la convocatoria para el Concurso Interpreparatoriano de
Escultura, yo lucía como barco de vapor anclado, balanceado levemente por el
viento y echando nubecillas de vaho por la boca. La palidez de su piel opacaba
a la luna que me miraba celosa; el negro de sus cabellos se perdía en la
oscuridad, y la profunda noche, que pronto daría paso al amanecer, parecía
envidiosa de aquella negrura.
- ¿Por
qué no la había visto antes?- me cuestioné algo molesto conmigo mismo.
Ella
miró su reloj de pulsera y luego dirigió su mirada hacia donde me encontraba
yo, sus ojos se clavaron en los míos por un segundo que pareció tan largo como
esas clases de Matemáticas de dos horas. Sonrió, en ese momento me senté en el
suelo, sobre la gran explanada, entre el auditorio y los salones, saqué pluma,
hoja y comencé a escribir, mejor dicho, a escribirle. Mientras alternaba mi
mirada de sus ojos al papel, ella ensanchó su sonrisa y cuando terminé
de escribir(le),
me reincorporé solo con la hoja en la mano, dejando atrás mochila, pluma y
voluntad. Me dirigí al maguey que custodia la entrada este del auditorio y
mientras ella me veía coloqué la hoja enrollada entre una penca; cuando volví a
mirarla, tenía los ojos clavados otra vez en su reloj de pulsera, me miró por
un par de segundos más, los que escaparon
como el sonido de un aplauso solitario, y
corrió.
Consulté la
hora, habían transcurrido
15 minutos y seguramente el profesor había empezado ya a pasar asistencia,
corrí también.
Después
de cuatro horas de clase, y
antes del mediodía, regresé
al maguey. No encontré nada: ni mi escrito
ni su respuesta. La desesperación me comprimió la garganta y busqué nuevamente
apresurado.
Al
día siguiente, yo entraba a clases hasta pasadas las nueve, pero llegué a las
siete. Sentado en el vestíbulo, esperé. Apunté la fecha de premiación del
concurso que ella había leído. En cada hora libre revisaba las pencas del
maguey. Luego, a esperar.
Llegué
más temprano el siguiente lunes. Nada. ¿Me estaré volviendo loco? ¿En verdad la
vi? Incluso, entré a la premiación del concurso que ella había consultado. Me
senté en primera fila y en todo momento volteé examinando minuciosamente cada
hilera, buscando su cara de luna y su cabello de noche.
Ya
salí de la Prepa. Hace un año de eso. La licenciatura es diferente, pero cuando
no puedo concebir el sueño y está próximo el amanecer, me levanto antes de que
éste me sorprenda. A las siete de la mañana, la espero en la puerta de la
Prepa.
Nota:
Si alguien conoce a
la mujer que responde a la anterior descripción, le suplico termine con mi
angustiosa espera.
José
Luis Rendón