jueves, 22 de agosto de 2013

De la espalda para atrás

Tenía alas enormes que chocaban contra el techo de su habitación. Recordó esos programas que hablaban de las aves de presa, como el águila real que extendiéndose mide más de dos metros. No eran blancas como las del arcángel Gabriel que aparecía en esas pinturas italianas. Tenían un tono marrón y terminaban en manchones color crema; estaba acostado bocabajo pero podía verlas bien cuando volteaba la cabeza sobre su hombro. Al  reincorporarse, poniéndose de rodillas sobre la cama, la parte más alta de sus alas raspó el techo granulado y un extraño dolor le acometió desde las alas hasta la espalda, provocando que  revolotearan involuntariamente, así como cuando uno se pega en la rodilla para probar sus reflejos. La habitación era pequeña y el aleteo tumbó la hilera de libros sobre una repisa y una lámpara de escritorio;  estrelló el foco contra el techo y corrió las cortinas de la ventana. Un puñado de plumas sueltas cayó muy lento y aterrizó pesadamente hasta el suelo, experimentó dolor al ver esas plumas exiliadas, sus plumas.
Tendría que aprender a controlar sus nuevas alas. Por alguna razón no le causaba extrañeza el hecho de no estar sorprendido de aquella transformación cuasi-kafkiana, claro que eso era mejor que ser un escarabajo.
Al parecer no había nadie en casa, eran más de las ocho y el sol era una moneda de plata que brillaba detrás de un velo de nubes. Pensó en todas las hermosas cosas que haría con ese nuevo par de alas: sobrevolar majestuosos valles o blancos picos montañosos; ya podía sentir el viento despeinándolo, ¡oh, por Dios! Las mujeres se volverían locas por él.
Se vio haciendo el amor a dos mil metros de altura, dejándose caer en picada, enrollando con sus alas a su amante, mientras un intenso orgasmo inundaba sus nervios; se vio montando guardia en el campanario de la Catedral metropolitana junto a las palomas, escuchándolas quejarse de ese maldito grano transgénico, y también, en un inesperado cliché norteamericano, se vio con uniforme a la Marvel rescatando a suicidas en lo alto de un rascacielos.
Mientras tenía la mirada clavada en la pared y la mente en los consignados anhelos, tuvo la sensación de que una enorme mole de plomo lo asentara en la sucia tierra. La preocupación dio paso al miedo que se manifestó rápidamente en su cara constreñida y se dejó caer boca abajo sobre el colchón. Pensó en los fenómenos de circo, en la envidia del hombre, escuchaba las voces llenas de esa rabia inconsciente tachándolo de adefesio y, entre las sombras, distinguió los infinitos índices que lo señalaban.
Un agudo sonido le taladró la cabeza y le hizo volver en sí. Respiró hondo, era el despertador, al parecer, se había levantado antes de que este sonara, trató de reincorporarse, pero desistió al recordar el caos provocado por sus aún torpes alas, tenía una rara sensación en la espalda. Al tratar de estirar su brazo derecho para alcanzar el despertador no pudo moverlo.
   Cuando no sintió los brazos, supo que todo había sido un sueño, pero las alas debían estar ahí, claro, en lugar de sus brazos. Ya se las arreglaría.
Después de pasados un par de minutos sin intentar moverse por miedo a destrozar su cuarto, experimentó un ligero hormigueo detrás de la espalda.
La falta de sangre en las extremidades le hace a uno jugarretas muy pesadas.

                                                                                                   José Luis Rendón