Tenía alas enormes que chocaban contra el techo de su
habitación. Recordó esos programas que hablaban de las aves de presa, como el
águila real que extendiéndose mide más de dos metros. No eran blancas como las
del arcángel Gabriel que aparecía en esas pinturas italianas. Tenían un tono
marrón y terminaban en manchones color crema; estaba acostado bocabajo pero
podía verlas bien cuando volteaba la cabeza sobre su hombro. Al reincorporarse, poniéndose de rodillas sobre
la cama, la parte más alta de sus alas raspó el techo granulado y un extraño
dolor le acometió desde las alas hasta la espalda, provocando que revolotearan involuntariamente, así como
cuando uno se pega en la rodilla para probar sus reflejos. La habitación era
pequeña y el aleteo tumbó la hilera de libros sobre una repisa y una lámpara de
escritorio; estrelló el foco contra el
techo y corrió las cortinas de la ventana. Un puñado de plumas sueltas cayó muy
lento y aterrizó pesadamente hasta el suelo, experimentó dolor al ver esas
plumas exiliadas, sus plumas.
Tendría que aprender a controlar sus
nuevas alas. Por alguna razón no le causaba extrañeza el hecho de no estar
sorprendido de aquella transformación cuasi-kafkiana, claro que eso era mejor
que ser un escarabajo.
Al parecer no había nadie en casa, eran
más de las ocho y el sol era una moneda de plata que brillaba detrás de un velo
de nubes. Pensó en todas las hermosas cosas que haría con ese nuevo par de alas:
sobrevolar majestuosos valles o blancos picos montañosos; ya podía sentir el
viento despeinándolo, ¡oh, por Dios! Las mujeres se volverían locas por él.
Se vio haciendo el amor a dos mil metros
de altura, dejándose caer en picada, enrollando con sus alas a su amante,
mientras un intenso orgasmo inundaba sus nervios; se vio montando guardia en el
campanario de la Catedral metropolitana junto a las palomas, escuchándolas
quejarse de ese maldito grano transgénico, y también, en un inesperado cliché
norteamericano, se vio con uniforme a la Marvel rescatando a suicidas en lo
alto de un rascacielos.
Mientras tenía la mirada clavada en la
pared y la mente en los consignados anhelos, tuvo la sensación de que una
enorme mole de plomo lo asentara en la sucia tierra. La preocupación dio paso
al miedo que se manifestó rápidamente en su cara constreñida y se dejó caer
boca abajo sobre el colchón. Pensó en los fenómenos de circo, en la envidia del
hombre, escuchaba las voces llenas de esa rabia inconsciente tachándolo de
adefesio y, entre las sombras, distinguió los infinitos índices que lo
señalaban.
Un agudo sonido le taladró la cabeza y
le hizo volver en sí. Respiró hondo, era el despertador, al parecer, se había
levantado antes de que este sonara, trató de reincorporarse, pero desistió al
recordar el caos provocado por sus aún torpes alas, tenía una rara sensación en
la espalda. Al tratar de estirar su brazo derecho para alcanzar el despertador
no pudo moverlo.
Cuando no sintió
los brazos, supo que todo había sido un sueño, pero las alas debían estar ahí,
claro, en lugar de sus brazos. Ya se las arreglaría.
Después de pasados un par de minutos sin
intentar moverse por miedo a destrozar su cuarto, experimentó un ligero
hormigueo detrás de la espalda.
La falta de sangre en las extremidades
le hace a uno jugarretas muy pesadas.
José Luis Rendón