Recuerdo cuando era pequeño, tendría 5 ó
6 años. Puedo decir, es mi primer recuerdo de lágrimas derramadas por la vida
de alguien. Un recuerdo que merece ser reprimido, eliminado. Un recuerdo que
enferma al ser, lo hace vomitar sangre y lo convierte en miseria.
La sola idea de que mi abuela matara a sus
gallinas me entristecía. Mi abuela no
parecía humana, sus ojos desaparecían cuando, con ayuda de un cuchillo, rasgaba
el cuello de aquella indefensa gallina. El arma se trabó en varias ocasiones, como si
quisiera detenerse. Quizá, tenía más humanidad que la anciana misma.
Si la gallina hubiera podido hablar,
¿qué nos hubiera dicho? Si hubiera
podido observar la escena de su propia muerte a través de nuestros ojos o si, por
el contrario, hubiéramos sido nosotros quienes sintiéramos el cuello desgarrándose,
nuestra piel siendo molida y nuestra vida consumiéndose a cada segundo,
¿hubiera esto cambiado en algo aquel asesinato? ¿Sería diferente el recuerdo
infantil que me atormenta?
La sangre parecía ser sólo una molestia,
una simple mancha desagradable a la vista. Era el color de la culpa. Yo me
ahogaba entre las gotas derramadas; pero a ellas, mi abuela y mi madre, les fue tan
fácil culminar aquella acción. Es verdad que sentían asco por el olor, por la
suciedad del ave, pero no había algún rastro de remordimiento en ellas. Cuan
podridas estaban sus almas. El hedor debió emanar de su interior en ese
momento.
Sólo podía observar unas alas impotentes,
unos ojos desorbitados reflejando un dolor agonizante, dolor que nadie puede
imaginar, dolor que nadie merece.
Casi puedo asegurar cómo la vi llorar. Su
mirada imploraba piedad. No era justo. La agitación de su cuerpo demostraba su
deseo de vivir. Aquella infeliz gallina no estaba lista para morir. Sus
extremidades pelearon hasta el último momento contra unas manos frías. En
realidad, manos de fuego. Su desesperación por la huida le costó unos cuantos
rasguños a mi madre. El ave era fuerte, pero, aún más, su coraje. La sangre
corría por su tronco.
Sentí un dolor incontrolable en mi
corazón, una parte de mí cobró vida, una parte que, hasta ese día, había estado
reprimida. En mi imaginación yo corría en dirección a mi abuela y mi madre, verdugos y malditas, arrebataba a la pobre
moribunda y la sostenía entre mis brazos de seis años. Pero no fue así. Nunca
he podido hacer lo que dicta mi humanidad. Mientras, la víctima seguía
retorciéndose en su agonía. Me escondí donde no había miradas de juicio y
desaprobación por mi muestra de sensibilidad exagerada. Las lágrimas corrían
sin que pudiera detenerlas. Fue la primera ocasión que lloré con un dolor
inexplicable nacido en mi corazón. La primera vez que dudé entre luchar o
quedarme en la oscuridad de la habitación, intentando olvidar el infierno que habría
de ser, de ahora en adelante, la realidad.
Aún me arrepiento de haber visto aquella
escena. Sentí un hueco en mi alma. Percibí la angustia y la desesperación. Aún
escucho a la indefensa gallina implorando por su vida.
Mis lágrimas eran de rabia, de dolor y
cobardía. Era la impotencia que me consumía por dentro. No podía concebirme
siendo parte de aquella masacre. ¿Quiénes somos para arrebatarle la vida a
alguien de una manera tan despiadada? ¿Cómo logramos hacerlo tan natural? Nuestro egoísmo es demasiado
perfecto. Esa fue la primera tarde en que lloré amargamente. Quería hundirme. Nunca
olvidaré el sonido del cuchillo triturando el
frágil cuello. Recreo el pasado y veo a mi madre y a mi abuela con una
risa malévola.
A lo lejos, entre el pastizal, otra
escena terminó por derrumbarme: otra gallina estaba pasmada, clavada en el
suelo por el terror. Fácilmente la
sostuve entre mis brazos, queriendo salvarla de su destino miserable. Pero no
fue suficiente. En mi imaginación de niño ella me hablaba: “No me sueltes, no
quiero morir. ¿Por qué lo hacen? Nunca te he lastimado, sólo quiero existir,
como tú, como las plantas, como las nubes. Quiero ser parte de este mundo”.
Y, sin que pudiera evitarlo, la tarde se
hizo gris, el cielo se tiñó de rojo, y otra vida fue arrebatada de mis brazos.
Corrí hacia el interior de la casa, cobijé mi cuerpo, y mi rostro se hundió en
la almohada. Sabía que era tonto, era inútil, era distinto. Acaso, ¿en verdad
era capaz de percibir el dolor de los animales?, o sólo era mi mente sugestionada.
Aquella gallina había sido parte de mí tan sólo unos minutos, los suficientes
para llegar a amarla, con su inocencia, con su pureza y su belleza. Lloré la
parte de mí que se había ido con ella. Después, mis lágrimas escasearon, mis
ojos parecían hablar por sí mismos, decían lo que mi boca callaba, parecían
perderse en la verdad que recién había comprendido. El dolor seguía siendo tan
intenso como cuando vi la primera gota de sangre colisionar contra el suelo. La
realidad había sido cómplice, todos habíamos sido cómplices. Injustamente
asesinamos para nuestro confort, para saciar nuestra maldita necesidad. Mi
madre, con palabras inútiles, intentó consolarme. Me dijo lo que yo ya sabía.
Creyó haber calmado mi angustia, pero sólo hizo nacer en mí un coraje que
enseguida creció. Así, el miedo se convirtió en coraje, y la inocencia de un
alma pura se marchó de este mundo.
Comprendí entonces que omitimos nuestro
dolor, aprendemos a olvidarlo. Sin embargo, ahí está. Así masacramos, así
comencé a odiar lo cotidiano, así perdí la felicidad, la ilusión de un mundo
perfecto. Mi espíritu, desde entonces, crece con rencor, con miedo, con
desesperación e impotencia. Ahora exhibo
un odio maquillado con una sonrisa que se convierte en mueca entre un mar de
hipocresía.
Olvidé mi rencor, perdoné el crimen. La
tarde congeló mis pensamientos, cobijó el ambiente con un grito desesperado que
pronto terminó perdiéndose entre el bullicio de la sociedad.
Aún no he terminado de comprender qué sucedió aquél
día cuando el sol se cubrió con miedo y egoísmo, cuando los pájaros dejaron de
cantar, cuando el viento dejó de soplar y las plantas escondieron sus rostros
para no contemplar el horror; aquel día en el que yo dejé de ser un niño y comencé a odiarnos.
En muchas ocasiones la tristeza por mi
absurda realidad me consume, progresivamente olvido quién soy y qué puedo
sentir…
Como a esa gallina de mi infancia nos
inculcan la verdad a golpes. Por eso
escribo esto, y falta tanto por decir con una intención sola: escribir con el
alma y crear un mundo de ideas para no sentirnos tan miserables.