sábado, 21 de marzo de 2015

Drupas Secas

I
Quizá se deba al calor de tierra caliente, que en flor es sofocante. No lo sé. Lo cierto es que algo extraordinario sucede en el pueblo de S… bien entrado el mes de mayo. 
    Maquinalmente (y aun me atrevería a decir que inconsciente de su estado) un garzón se levanta a mitad de la noche con el deseo de una fiera violentada. Sin  acabar ahí la magia, de la nada, mozos y mozuelas se van despertando con profundos  aires de lascivia conforme avanza el mes. Por eso es tan común ver que a los jóvenes se les ate al lecho, se les encadene, se les encierre…,  y sean los métodos más rigurosos en el caso de las doncellas para evitar una deshonra.
    El fenómeno dura de seis a nueve días sin que nadie acierte a dar una explicación sensata de su causa. Por su parte, los habitantes de S… hablan sobre unos amantes que dieron a luz la maldición una noche de mayo dos siglos atrás.
    Los sucesos acaecidos esa noche son los que he intentado describir con las siguientes letras.
II
Iba solo. A pie atravesaba la comarca imitando el sigilo accidental del caracol que surca la hojarasca.
   La luna, escondida tras la espuma negra de las olas celestes, era cómplice ocultándolo de quienes pudieran apoyarse en su luz para espiar.
    Faltaba poco.
    Ella lo esperaba a la sombra irreal del espino, en medio del llano que Dios les regalara virgen para la ocasión. Aquella noche iba a costarle la vida, mas sería una mentira decir que de ello no estaba cierta.
    La vida la esperaba al amanecer. Una vida planeada desde antes de su nacimiento, al lado de un hombre al que apenas conocía. Al amanecer iba a casarse; después, serían como gotas de agua extraídas del mismo mar y abandonadas en charcos distintos. Jamás volverían a mirarse.
        La primera vez que lo vio deseaba gritar, tan violento golpe le asestó el amor. Pero ¿cómo? De inmediato las lenguas propagarían la nueva, y, antes de que pudiese dirigirle una palabra, se la llevarían lejos, muy lejos, donde las saetas del amor no pudieran alcanzar sus votos.
    Mientras cavilaba lo vio alejarse. Una vida distinta, quizá más corta pero infinitamente más dichosa.
    Tal vida se le iba y no podía hacer nada para detenerla. Los oídos eran muchos y el más leve susurro no hubiera escapado a su agudeza. Una lágrima fina surgió desde su alma; bajando por su pómulo, se desvaneció antes de llegar a la barbilla y se miraron.  La solución estaba ahí.
    ¿Hablar? ¿Para qué? ¿Qué podían decirse con la lengua, que no pudiera expresarse mejor con los ojos? En ellos se podía leer libros enteros cuando se miraban: poesía, secretos, relatos… y seducciones.
    Para el hablar hace falta espacio y tiempo, en el mirar el universo cabe en un instante.
    Aquella mirada unió dos almas que, obligadas a reprimir sus gritos, desarrollaron un lenguaje diferente, el lenguaje de la pupila y el iris. Al fin se habían encontrado y no dejarían de encontrarse para contarse sus vidas en miradas de medio segundo.
    Al amarse, de sus bocas jamás brotó una palabra. Ni aun la noche de su muerte. 

III
 Llegado al molle, se acercó con lentitud, se arrodilló para hablarle con los ojos, como acostumbraban hacerlo, dándose cuenta de que los mantenía cerrados. Apretaba los labios con fuerza y el color de sus mejillas era el de las drupas que, en otoño, saturan el árbol.
    Entendió a la perfección: también estaba nervioso y la sonrisa le temblaba. Le tomó las manos con inefable delicadeza y ella abrió los ojos un segundo. Cuando los volvió a cerrar, sus labios ya reposaban en los de él. Se besaron por vez primera.
    ¡Esa maravillosa mezcla de pasión y recato que llena el espíritu de los amantes primerizos!   
    En el pueblo pronto iban a despertarse.


IV
La calma de aquel llano, hasta entonces impoluta, se quebrantaba. A los árboles que los cercaban, cada vez les era más difícil contener los jadeos de los enamorados. Si los ropajes cayeron con la delicadeza de una hoja, las caricias que siguieron arrancaban uno tras otro los gemidos in crescendo.
    El frenesí terminó por extinguir el sosiego y los gritos finalmente escaparon del lugar. Salieron removiendo las lágrimas de los sauces con indiferencia, tomando el camino hacia el pueblo con la fuerza de un huracán. Tanto tiempo los habían contenido que ahora nada podía detenerlos y, en menos de lo que dura un parpadeo, ahogaban a sus gentes.

V
Se filtraron por todas las rendijas, por todas las grietas. Se hicieron del pueblo. Lo desfloraron como un descarado goliardo a una indefensa virgen. Desde sus cabellos hasta sus pies. Se apoderaron de los senos inmaculados, de los muslos, y aún penetraron hasta el fondo de la iglesia.
    Inundaron los oídos en busca de donceles y doncellas, de todas las almas que hubiera ocultado sus pasiones alguna vez. A partir de entonces se asentaron en la eternidad.
VI
Aún danzaban por el pueblo como las mantarrayas en su noche de agua y sal.
Un viejo ensillaba su caballo para ir en busca de su prometida. Sí, aquellos gritos le pertenecían y de él nadie se burlaba. Todavía se amaban con pasión los enamorados cuando llegó al pie del molle. Amándose como se amaban y como entonces se estaban amando, nada, sino la muerte, podía frenarlos
    El amante cayó primero; la miraba con locura cuando la bala perforó su cráneo. El cadáver fue retirado de su amada por el asesino. Lo que pasó después… Consumado el delito el autor dio la vuelta y se retiró sin voltear a ver su infamia.
    La amante enconada se balanceaba de un hilo de esparto colgada al espino. A sus pies, su amado yacía muerto sobre las drupas secas. 
Luis Fernando Martínez Alva