Recuerdo
muy bien la última vez que me viste. Tu mirada era confusa y tus facciones no
eran las que conocía; no eran las de mi compañero de juegos. Ya empezaba a
notarse en tu rostro el adolescente que serías.
—¿Qué
haremos hoy, Iván? ¿Pelearemos con
dragones o seremos… ángeles? — te dije mientras tomaba mi armadura aún sin
saber tu respuesta. Pero mis palabras fueron sordas a tus oídos. La tenue luz a
través de las persianas iluminaba sutilmente tu rostro joven y serio.
—¡Vamos!
¡Juguemos! —Volteaste lentamente buscando sin encontrarme. —¿Acaso olvidaste
cómo entrar a nuestro paraíso? O es que… ¿ya no puedes verme?
Tus
ojos se humedecieron. Había visto antes esa mirada triste, pero las razones
eran distintas: porque tus padres te regañaron, porque tu oso Mori se ensució o, sencillamente, porque
la tribu Ru perdió la guerra. Pero
esa vez tus lágrimas eran por mí.
Desde
esa ocasión te sumergiste en sueños profundos; desearía irrumpir en ellos y
jugar hasta que el infinito se destroce por sí mismo, hasta que la oscuridad se
convierta en luz y tú crezcas sin olvidar al niño que fuiste.
Tú
me sonreías siempre y me dibujabas en las hojas de tus cuadernos de escuela.
Todas tus travesuras, al final del día, eran mías también. Me compartías de tu
pastel favorito y podía sentir la esencia del chocolate en mi boca. ¿Recuerdas
nuestras conversaciones?
Quisiera
regresar a nuestro mundo, ese lugar donde los monstruos jamás acechan de verdad
y las princesas esperan ser rescatadas de la mentira, ese espacio donde la falsedad
que nos oprime y presume que no somos nada más que inventos, se estrella contra
la imaginación.
Iván,
tú que defendías a toda costa mi vivir, no dejes que se convierta en verdad lo
que todos dicen aquí (que no soy más que ruinas de sueños). Demuestra que soy
auténtico y que no estoy hecho de silencio, que eres mi amigo, que soy parte de
tu realidad.
En
la miseria de este lugar al que me ha confinado la incredulidad, ni siquiera la
luz me toca, se olvidó de que las almas tristes necesitan calor.
El
viejo sabio, que guía al mundo imaginario, me confesó que este universo
desaparecerá, que tu mente madurará como los árboles. “Este espacio cada vez
será más y más pequeño, nos asfixiaremos en nuestras mismas esperanzas”, me
dijo. “Todo se desvanecerá y acabaremos como un lejano recuerdo de un niño.
Sólo eso seremos”.
El
país de la imaginación es ahora tan tenebroso.
Iván,
a ti que nunca te gustó la noche, no dejes que nuestro espacio se contamine de
esto que no es nada más que negrura. Dame un poco de esa luz que tu mamá
amorosamente ponía en tu recámara para que el miedo se alejara. Préstame al oso
Mori que abrazabas fuertemente cuando
temías ser devorado por un monstruo. Yo, Iván, no quiero ser devorado por el
miedo.
Tantos
días he permanecido aquí, en el vacío, sólo pequeñas chispas en ocasiones me
iluminan, como si en tus pensamientos me recordaras y luego…Nada. Las
princesas, los dragones, los malvados monstruos y tú me dejaron.
El
viejo sabio no se equivocaba. Tal vez mañana me ahogue en esta esperanza. No
quiero ser un alma solitaria como los adultos.
Aunque
casi he olvidado tu rostro, e incluso tu voz dulce que decía innumerables veces
mi nombre (el que me diste), sigo construyéndote con la memoria que todavía
conservo, con la idea de ese niño que jugó conmigo. Imagino cómo eres ahora;
tal vez te pareces a tu papá, tu héroe favorito.
Gracias
Iván, por las horas de fantasía y sueño; por darme un nombre y un cuerpo, por
dejarme conocer cada rincón de tu alma y
de tu mente. Gracias.
***
En
la densa oscuridad de la mente de Iván, una luz se desvaneció despacio. Su
amigo imaginario ondeaba como una partícula más en el universo de la fantasía,
como una chispa frágil en los rincones de la infancia olvidada de Iván.
Gabriela Montiel Suárez