[…] "revelo aquí el modus operandi con que logré
construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido
a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que
ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y
que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud
y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
Puesto que no responde directamente a la cuestión poética,
prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació
la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el
gusto popular y el gusto crítico.
Mi análisis comienza, por
tanto, a partir de esa intención.
La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra
literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos
resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la
unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen
entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la
totalidad queda destruido automáticamente. […] Lo que solemos considerar un
poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es
decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal
sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una
necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración.
Por eso, al menos la mitad del "Paraíso perdido" no es más que pura
prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas
inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su
extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente
importante: totalidad o unidad de efecto.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite
positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión.
Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como Robinson Crusoe, no
se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin
embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite,
la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito
del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de
otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda
impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a
saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar
un efecto, cualquiera que fuere.
Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como
aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por
debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión
idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En
realidad cuenta exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o
de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de
este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una
obra universalmente apreciable.
Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me
entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo
bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras
para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado
demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro
no se encuentra -según creo- más que en la contemplación de lo bello. Cuando
los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se
supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura
elevación del alma -no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que
resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza
como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los
efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben
ser alcanzados con los medios más apropiados para ello -ya que ningún hombre
ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy
tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el
objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación
del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque,
en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.
En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una
familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán)
radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo
repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse
que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso
con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar
el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico
artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto
principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la
nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia,
considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es
el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi
siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que
ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza,
en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas
sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.
Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi
trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante,
que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje
sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema
de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los
efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto
-entendiendo este término en su sentido escénico-, no podía escapárseme que
ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La
universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor,
evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no
lo consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto
advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente
se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas,
sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la
monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la
sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto,
con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del
sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse
causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas
aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.
Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi
estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia,
era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera
sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una
frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría
proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a
adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la
cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría
un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario
necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No
admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza,
debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado:
aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga,
que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es
la consonante más vigorosa.
Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era
preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese
en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado
como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido
imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En
realidad, fue la primera que se me ocurrió.
El siguiente fue éste: ¿cuál será el pretexto útil para emplear
continuamente la palabra nevermore? Al advertir la dificultad que
se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición continua, no
dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca
y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la
dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la
razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la
posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra:
como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado
al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta
infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.
Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El
cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al
final de cada estancia en un poema de tono melancólico y una extensión de
unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el
superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los
temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la
humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más
triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado
con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se
alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin
disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente
fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente
la del amante privado de su tesoro.
Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a
su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No
sólo tenía que combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la
palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante
combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para
responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que
se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el
efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del
estribillo.
Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante,
a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta
primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo
menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente,
hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole
melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del
pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase
locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para
su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular
desesperación que encuentra un placer en su propia tortura, no sólo por creer
el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra
la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por
experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en
el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto
más deliciosa por insoportable.
Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me
imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la
pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la
última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror
que concebirse pueda.
Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el
fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente
en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para
componer la siguiente estancia:
¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos
adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!"
Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y
poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su
importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para
decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición
general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo
que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de
composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para
escribir estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas,
conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el
efecto decrescendo.
Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer
objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan
más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la
versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad
de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia
son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en
versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.
Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una
fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de
instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla
trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el
espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos
los medios idóneos de alcanzarla.
Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo
o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro
se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro
cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso,
y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los
pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de
una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa
índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de
siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y
medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos
habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste
en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había
intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante
combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante
algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una
aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.
El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la
comunicación entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión
consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar
espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he
estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario
un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura.
Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño
ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se
obtenga de la mera unidad de lugar.
En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una
habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido
allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de
satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única
tesis verdadera de la poesía.
Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el
ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que
al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el
postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de
aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del
deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por
el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en
parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice
que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase
la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material
reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para
establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la
idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese
precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima
con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia
sonoridad del nombre de Palas.
Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste
con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso,
conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo
cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un
tumultuoso aleteo.
No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto;
pero con el aire de un señor o de una dama, colgose sobre la puerta de mi
habitación.
En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aún más:
Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la
severidad
de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:
"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las
riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!".
Me maravilló que aquel
desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra,
si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho;
porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo
el ver a un ave encima de la puerta de su habitación,
a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su
habitación,
llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!".
Preparado
así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y
adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer
verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar:
Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió...,
etc.
A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada
ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una
triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos
y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa
transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como
finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu
hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y
directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en
el jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante
-¿encontrará a su amada en el otro mundo?-, puede considerarse concluido el
poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el
presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.
Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo
huido de su propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a
pedir refugio en una ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un
estudiante que, divertido por el incidente, le pregunta en broma su nombre,
sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su
palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente
suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando
en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se
emociona ante la repetición del jamás. El estudiante se entrega a
las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no
tarda en inclinarle a martirizarse, y también, por una especie de
superstición, a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el
intolerable "nunca más", le proporcione la más horrible
secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que he
designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión
precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el
último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la
realidad.
Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la
habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen,
siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la
persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta
suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra
cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de
pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le
confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la
estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa -y prosa de la
más baja estofa-, la pretendida poesía de los que se denominan
trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que
sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de
una obra en la otra corriente, visible en la superficie.
Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema,
porque su calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración
antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera
vez en estos versos:
Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta.
El cuervo dijo: "Nunca más".
Quiero subrayar que la expresión "de mi corazón" encierra la
primera expresión poética. Estas palabras, con la correspondiente
respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido
moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser
emblemático, pero sólo en el último verso de la última estancia puede ver con
nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y
eterno.
Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación;
y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita;
y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el
suelo;
y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo,
no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!”
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