(Primer lugar en el Concurso
Interpreparatoriano de Cuento 2014. Etapa local)
Siempre me han dado
temor las llamadas después de medianoche, el ruido nocturno del teléfono despierta
mis sentidos como una liebre en carretera. Hace más de tres meses que no puedo
dormir: me he contado todos los lunares (veintitrés), ya hice y deshice una carta a la única persona
que pude querer con tal intensidad que podría haber muerto y matado en su
nombre, y me he refugiado en textos de un poeta cuyos restos hace más de dos siglos
yacen bajo tierra podrida. Estoy más enredada que mi cabello.
Esta
mañana mi papá salió furioso, tanto que olvidó sus anteojos y el aburrido portafolio que siempre lleva como
fiel acompañante. Es cuestión de tiempo para que regrese por sus cosas. Mi mamá y mi hermano ya están en
camino hacia el trabajo. Soledad matutina.
Vuelve.
Al
encontrarme despierta, mientras se cuelga el portafolio y mete el estuche de
sus anteojos en la bolsa interior de su saco, me cuenta que la abuela está
enferma y desolada. La enfermedad le ha dejado manchas de todos los colores en
el cuerpo, un legado de insomnios y dolores repentinos, y la ha dejado sin
libro alguno que le haga olvidarse de su próximo lugar en el panteón. Como no
sabe leer ni escribir, no puede entretenerse escribiendo notas de despedida. La
abuela no sabe siquiera dar amor.
¡Cuántas veces quise pasar mi dedo por todas sus arrugas!, refugiarme en
el fondo de su suéter viejo. Hace casi un año que mi mamá y yo no la vemos,
sólo íbamos porque papá quería, a veces teníamos que dejar los planes del fin
de semana y eso nos irritaba; con frecuencia íbamos mal encaradas en el asiento
trasero.
La
última vez que vi a la vieja recuerdo haber escuchado el crujir de sus huesos
descalcificados que tronaron cuando se levantó del sofá para abrir la puerta.
Se pasaba el rato mirando las flores y los pájaros como si fuese lo único que
le quedara. El tumulto de las aves le da
paz, ver los rosales marchitándose le recuerda que todo se acaba, que ella se
acaba. Su casa tiene un ambiente
fúnebre, junto a su habitación está la de Alberto, quien decidió que era
preciso aventarse de un puente y morir. En esa misma casa, a Ana se la comieron
los gusanos; dejó a dos niños que más tarde también serían suicidas.
Al regreso de la escuela me he encontrado a mi
papá sentado a la mesa con expresión sombría, al parecer le han llamado del
hospital, ese lugar que tiene
relucientes pisos con olor a detergente para encubrir la fragancia de la muerte. Sí, la abuela está internada y casi nadie va a
visitarla, en este momento piensa que fue en vano tener catorce hijos y una
infinidad de nietos, los cuales no se toman la molestia de llevarle flores y
tampoco lo harán a la hora de su entierro. Mi papá dice que tengo que ir a
verla para que se vaya con un recuerdo mío a su tumba. Al ver mi falta de
interés, se enfurece y comienza otra de sus alharacas. Me limito a observar su
cara roja como jitomate, sonrío, hace un
ademán con intención de soltarme un golpe. Ignora que me sé de memoria la situación. Suelto una carcajada
insolente y me voy. A lo lejos oigo su
voz resignada diciendo que el lunes traerán a la abuela y tendré que cederle el
único lugar donde la vida no me atormenta.
Mi
habitación es el único sitio tranquilo de la casa para un alma misántropa que
gusta de las jaulas de cuatro paredes, allí el espejo es el único que puede
juzgarme. Escribo versos en la piel tersa de los muros, mi poesía es lo único
que me queda desde que ya no tengo nada. Debajo de los libros que nunca devolví
se encuentra una caja de madera donde guardo el revólver que mi papá compró
para protegernos y terminó usando para amenazarnos. Suelo pasar días acariciando
el hierro frío del armazón, recorriendo con mi dedo índice su boca grisácea y
gélida como quien ansía un beso taciturno. Fantaseo en qué parte de mi cuerpo
me gustaría sentir ese cálido y fugaz pedazo de acero que el arma escupe cuando se
jala el gatillo. Sin embargo, no quiero atrofiarme la cabeza ni pasar a la otra
vida con mis rizos lloviendo rojo, el tiro de gracia no le da risa a nadie. He
pensado que la muerte debe tener cuerpo de mujer porque muchos la desean.
El
alba del miércoles deja asomar apenas un resplandor fugaz que despierta a las familias y resucita a los
difuntos. Esta mañana llegó Carolina con su tanque de oxígeno y el peso de la
soledad que apoya en su bastón roído. La fetidez de orines nos origina náuseas
y falta de apetito. Es posible escuchar el aliento tartamudo de sus espasmos
sin pegar la oreja a la puerta para saber si sigue viva. Mi mamá ha sugerido
que Carolina duerma en el sofá con la intención de que me devuelva mi lugar de confort.
Mi
propia casa se volverá un cementerio,
pienso, mientras hago caso omiso de los quejidos de la anciana.
Es
la hora en que la noche guarda el secreto de la ciudad, en que los amantes hacen el amor con frenesí y la
gente muere.
Nunca
he visto llorar a la abuela, ni siquiera ahora que la vida se le escapa con la avidez de una
mariposa encerrada en un puño.
. .
.
Se rompió el silencio
del anochecer con el sonido siniestro y frívolo de la ambulancia que deja en
calma su motor justo en la entrada de mi casa; es causa de asombro en los vecinos aletargados.
No
quise salir de mi habitación, sólo sé que se llevaron un cuerpo a medio morir, con
los ojos llenos de sombras de una muerte edénica, aturdido por pensar en sus
últimos días y escapándosele el alma por el orificio de su pecho.
1:40
de la madrugada. Suena el teléfono. Puedo imaginar a mi papá saliendo del
cuarto con el cabello alborotado y un rastro seco de saliva que recorre su
mandíbula, o quizá sean lágrimas secas que no cayeron, puedo ver en mi mente cómo
enciende el foco del corredor y contesta el teléfono con los ojos entrecerrados
para que ningún rayo de luz se abra paso
entre la oscuridad de sus pupilas marrones.
—Está muerta—, dice entre
dientes, deja escapar un suspiro que al cabo de unos segundos se convierte en
sollozo. Imagino a mi mamá junto con mi hermano en la sala de espera, ella con
las manos en el rostro preguntándose qué
fue lo que hizo mal; él, estrechándola y mojándole el cuello con lágrimas
amargas. Afuera, el viento arranca hojas secas tal como la tristeza se apropia
de la esencia de las almas rotas. Todos tenemos algo del diablo en los genes.
Puedo imaginar a mis allegados reclamar por mi cobardía, decir que era preciosa
y tenía todo lo que ellos deseaban: una familia, buena educación y una sonrisa
que no se borraba con nada. La multitud espera perfección sin saber que eso es
cosa de dioses. Nadie se daba cuenta, la belleza tiene espinas y en este mundo
insulso es un banal fastidio asomarse por esa ventana que son los ojos, adentrarse
a donde se refugia la tríada fatal: nostalgia, melancolía y tristeza, el cuerpo
sólo es la vitrina.
Solía ir a hospitales a ver gente
llorar para apaciguarme la vida, y hoy las larvas esperan impacientes mis
despojos como el revólver espera ávido las pesadillas que no se van al abrir
los ojos, por todos los abrazos que se volvieron nudo y por la libertad que
lleva la jaula dentro.
En el lugar del crimen tan
sólo han encontrado charcos de sangre fría y una pared con un verso escrito con
pulso cansado, es difícil leerlo pues junto a él hay un rastro del fluido rojo
que forma la mitad de una mano que se desvanece:
“Perdona, madre,
por la bala que atravesó mi
pecho
y perforó tu corazón”
Nadie
pudo dormir esa noche -ni las restantes- sin sentir el sonido del teléfono como
un calambre que recorre todo el cuerpo y eriza la piel, como la voz de la
muerte misma.
Metztli
Molina Olmos