Cual manzano entre los árboles del
bosque es mi amado entre los hombres. Me encanta sentarme a su sombra; dulce a
mi paladar es su fruto. Me llevó a la sala del banquete, y
sobre mí enarboló su bandera de amor.
¡Fortalézcanme con pasas, susténtenme con
manzanas porque desfallezco de amor!
Cantar de los cantares 2, 3-5
Tus
pupilas hinchadas como el reflejo
trazado por el cristal de un telescopio que mira un astro oscuro, me dicen que
el adiós se acerca. Tu boca tibia ofrece un último beso, ¡qué bien se siente
esta costumbre de despedida! ¡Tu saliva es tan dulce! Como un fino vino blanco
almendrado hecho de maguey, un elíxir que convida pasión y ventura. Si tu
saliva se convirtiera en fuente, Quetzalcóatl retornaría de los confines del
horizonte para probarte, para arrinconar una vez más, todos sus dolores, su
exilo, su ausencia.
La noche cae en tu reloj, apresuras
tu paso y te alejas nuevamente por donde comienza la trinchera del mar salado.
Recuerdo que la espera es larga y amarga como los gajos de peyote que tanto nos
gustaban.
Evoco
el día en que me robaste el poco cielo que me quedaba, sin aviso ni permiso.
Llegaste como Eva, desnudo y apetecible ofreciéndome a mí, el ingenuo y
enamorado Adán una roja manzana jugosa. El sabroso néctar de la fruta se
escurrió en la fragmentación de su carne y entintó mis labios escarlata. Me
condenaste al infierno, saboreé a Dios: es agrio, como tú cuando no estás. La
hiel estremecida en cada mordida, en cada probada, se aferra a acompañarme en
mi soledad, suplantando tu lugar.
Ahíta,
escapo del confinamiento eremita y me siento en la banqueta sucia, llena de
tierra sabor a lluvia, mirando un punto fijo que cruza la calle. Ahí estás tú,
ensimismado en tu ausencia, emanando un aroma que denota tu sabor a whisky
barato y extracto de vainilla: acre, empalagoso, picante, corrosivo para la
garganta; como tu estancia en la lejanía de mis pasiones, mordaz como el tabú a
mis deseos libidinosos. El eterno caminar del tiempo y también tu abandono,
reflejado en el vacío de la botella, dejan rezagado un sabor metálico,
desabrido, convirtiendo el agua insípida en un brebaje exquisito: dulce como la
leche, refrescante como el alivio.
Tus labios son un par de suaves
duraznos, suculentos, colorados. ¡Deberían condenarte!, parece un crimen que
los mantengas tan lejos de mi boca, que por tan largos lapsos prives a mis dientes el derecho de aprisionar
su suave pulpa.
Te
busco en el agridulce sabor de la rosas, en el ácido de las uvas inmaduras, en
la sal del pan de tu vientre liso, en la dulzura de las palabras que has
callado. No te he encontrado. Estoy sola, perdida, buscándote en los mismos
lugares. Si no regresas pronto, moriré devorándome las carnes, intentando
rescatar las últimas migajas de sabor que dejaste incrustadas en la piel.
Zianya
Pamela Flores Hernández