Era de noche. La
mirada de él, esa mirada que no parecía de este mundo, congelaba todo aquello
sobre lo que se posara.
Destellos
azules recorrían la cabellera carmesí, los hombros, la espalda y la cintura de
ella; gotas de diamante brotaban de su pecho desnudo y sus ojos brillaban
celestes al fulgor del relámpago que hería las tinieblas.
Ambos
cayeron en vorágines de fuego para tenderse después, uno cara a la otra,
cubiertos de un humor de vides frescas.
De
pronto, un fiero pájaro de plata atraviesa el espacio que los separa y besa la
garganta de ella. Una lluvia de diez mil rubíes baña las sábanas de lino. Un
último beso queda grabado en sus labios y los tiñe de bermellón. Ella se
desploma, mientras él, como una sombra, abandona el recinto dejando tras de sí
la lluvia de rubíes y el eco silbante de un solitario pájaro de plata.
Alfredo
Gómez Cano