Las
calles vacías reposan bajo la despejada tarde, a lo lejos escucho llantos de
personas desoladas. No dejan de sufrir desde aquel día. Ya han pasado casi
catorce meses, sin embargo, el tiempo parece estático, todo sigue como
entonces.
Entre
tantos lamentos reconozco los de una persona en especial: los tuyos. Tus sollozos
de dolor y tristeza hacen vibrar mis tímpanos, tus lágrimas humedecen el seco
pavimento que, sediento, absorbe tus fluidos oculares en un conato por saciarse.
Suspiras tanto que desearía ser aire para penetrar tu fina boca cuando inhales,
perderme en tu aliento y jamás ser exhalado.
Ha
sido demasiado el tiempo transcurrido desde la última vez que nos hablamos. He
tenido miedo de parecer un cobarde, un temor que sólo sustenta más mi cobardía.
No sé si los catorce meses de nuestro desapego desde aquel día de
imprecisiones, te hayan hecho pensar en… en las propuestas que no te he
declarado.
Hoy
al fin me decidí, pero a punto de salir, me paralizó en la entrada de mi propio
hogar la marcha de los soldados. Me resigno a contemplarte desde esta
obscuridad que es mi guarida, con anhelo de mirar de nuevo tu rostro que solía
ser el más bello. También conservo la añoranza de apreciar tus labios vanidosos
y frescos, ahora secos, sedientos y partidos, así han estado desde aquél día.
Recuerdo
el momento en que tus ojos se encontraron con los míos y quedaron como cuerdas
hechas nudo. Entonces pude ver la totalidad del rencor que guardabas contra elementos
imprecisos, parecía que con cualquier pretexto se liberaría. Debo admitirlo,
tuve miedo de que utilizaras mis ojos cual portales para penetrar mis
pensamientos e, intimidado, bajé la cabeza. En cambio tú, tan imponente,
seguiste inmóvil en la ventana sin saber
de mi sonrojo.
Te
veo llorar y no sé en qué forma se enlazaron nuestras penas del pasado para
derramarse en este inconcluso presente en que salgo a la calle invadido por la
necesidad de estar cerca de ti. Cuando me siento en la banqueta, a tu lado, giras
tus grises y claros ojos para posarlos en mí. Me reconoces sin darme
importancia y te vuelves a perder en tu llanto.
El
humo se expande por las calles y reemplaza al aire limpio que aún flota perdido,
sin querer ser respirado. Las casas abandonadas derraman su llanto triste de
concreto, al fin admiten su degradante destino de oquedad y devastación. La
tarde se deja caer con decepción, el cielo tiznado ya no cede ante sus pinturas
anaranjadas.
El
distante alboroto ha dejado de ser ruido para convertirse en eterna música de
fondo, arrulla nuestra serenidad con melancolía. A su sinfonía se suma el
viento, deambula suave por estos rumbos y conforme se aleja, apresura su paso
hasta disiparse entre el tumulto tan apartado.
Parece
que los días carecen de transcurso, el ocaso de plata que se deja contemplar en
este fragmento de tiempo es el mismo de ayer o antier, pudiera ser incluso el
de mañana.
En
aquel remoto día, tus padres y los míos hablaban en secreto de una rebelión y de
otros rumores que no alcancé a comprender. Esa misma tarde los uniformados
llevaron sus cadáveres a la colonia dejándonos a ti y a mí en el desamparo y en
la soledad.
Me
deslizo para acercarme a ti, tal vez mi presencia te incomode. Confieso que me sigues
poniendo tan nervioso como hace tiempo. Quiero hablarte, pero no puedo, en realidad
estoy enmudecido. Apenas abro la boca, mis labios tiemblan y la lengua se me
atora entre los dientes para volver a callar. Al fin me decido y lo hago solo para
confesarte algo que ya te he dicho catorce meses atrás, en aquel día: Tú me gustas.
Con
asombro vuelves hacia mí. Todo el recelo guardado en tu mirada parece salir en
este momento, aun así, yo espero tu respuesta con la vaga ilusión de gustarte
también. Pero la decepción llega cuando tus ojos se conmueven y tus labios se
abren para matar mi esperanza: ¿Qué no te
das cuenta que hay otras cosas en qué pensar?
Entonces
me pongo a llorar en un tímido intento de reflexionar sobre mi situación: mis
padres están muertos y mi casa acabada, no hay nada qué comer, llueven bombas
del cielo y… ¡tantas cosas más! Entre tanto, yo sólo pienso en amoríos. Soy un
cobarde y me lo repito a mí mismo con cada vez más firmeza: Soy un cobarde.
El
estruendo que me parecía tan lejano, se muestra contagiado en este momento por el
arrebato emocional que me causaste. Se ha sumado al desconcierto de mis pensares,
que se niegan a aglomerarse en una sensación de desengaño.
Estoy
a punto de gritarle al cielo mi cobardía, pero me abrazas y me dices: De valientes como tú se llenarán las calles
cuando acabe este tormento. Ahora lloramos juntos.
Una
sombra bulliciosa nos tiñe de gamas obscuras, yo que tenía la mirada perdida en
lo celeste, me quedo pasmado al contemplar el helicóptero que nos sobrevuela.
Es inútil la voz que grita: ¡Los niños!,
pues la bomba termina por impactarse en nuestra cercanía.
Las
calles vacías ya no reposan bajo la despejada tarde, a lo lejos sigo escuchando
gritos de personas desoladas. No dejan de sufrir desde entonces. Ya han pasado
casi catorce meses, sin embargo, el tiempo parece correr en vano, todo sigue
como aquel día: El día en que comenzó la guerra.