jueves, 22 de agosto de 2013

Despedida

Cada  vez que oigo tu voz, me pierdo en tus palabras. No es que me canse, sino que una horda de pensamientos inunda mi mente mientras tú me cuentas nimiedades. Esas nubes borrascosas, ¿sabrán lo que pasará?
    Es una despedida extraña, “no es un adiós, sino un hasta luego”, me dices. Suelto una carcajada empapada de nerviosismo y acompañada de un “ni que fuera dedicatoria de secundaria”. Una vez más me ahogo en mis pensamientos mientras tú sacas a flote tus recuerdos.
   ¿Qué extraño de ti? Todo y nada porque todo sigue ahí. Los besos disfrazados de amistad, las figuritas de navidad en octubre y tu fascinación por esos vestidos morados con encaje. Todo y nada, solo que el tiempo ha desgastado mi memoria. El viento y el tiempo estropean todo, menos mis malas costumbres porque sigo levantándome tarde y haciendo las cosas a mi modo. Porque sigo sin organizar mi ropa y mi tiempo. Porque sigo guardando envases inservibles y defendiendo a capa y espada mi necedad encubierta de locura y olvido.
   Nuevamente dejamos pasar el primero, el segundo y también el tercer autobús. Llega el cuarto y me voy junto con él. Titubeamos al despedirnos, pero hay una diferencia: ahora sí es un adiós y no un hasta luego.

Elsy Estrada

De la espalda para atrás

Tenía alas enormes que chocaban contra el techo de su habitación. Recordó esos programas que hablaban de las aves de presa, como el águila real que extendiéndose mide más de dos metros. No eran blancas como las del arcángel Gabriel que aparecía en esas pinturas italianas. Tenían un tono marrón y terminaban en manchones color crema; estaba acostado bocabajo pero podía verlas bien cuando volteaba la cabeza sobre su hombro. Al  reincorporarse, poniéndose de rodillas sobre la cama, la parte más alta de sus alas raspó el techo granulado y un extraño dolor le acometió desde las alas hasta la espalda, provocando que  revolotearan involuntariamente, así como cuando uno se pega en la rodilla para probar sus reflejos. La habitación era pequeña y el aleteo tumbó la hilera de libros sobre una repisa y una lámpara de escritorio;  estrelló el foco contra el techo y corrió las cortinas de la ventana. Un puñado de plumas sueltas cayó muy lento y aterrizó pesadamente hasta el suelo, experimentó dolor al ver esas plumas exiliadas, sus plumas.
Tendría que aprender a controlar sus nuevas alas. Por alguna razón no le causaba extrañeza el hecho de no estar sorprendido de aquella transformación cuasi-kafkiana, claro que eso era mejor que ser un escarabajo.
Al parecer no había nadie en casa, eran más de las ocho y el sol era una moneda de plata que brillaba detrás de un velo de nubes. Pensó en todas las hermosas cosas que haría con ese nuevo par de alas: sobrevolar majestuosos valles o blancos picos montañosos; ya podía sentir el viento despeinándolo, ¡oh, por Dios! Las mujeres se volverían locas por él.
Se vio haciendo el amor a dos mil metros de altura, dejándose caer en picada, enrollando con sus alas a su amante, mientras un intenso orgasmo inundaba sus nervios; se vio montando guardia en el campanario de la Catedral metropolitana junto a las palomas, escuchándolas quejarse de ese maldito grano transgénico, y también, en un inesperado cliché norteamericano, se vio con uniforme a la Marvel rescatando a suicidas en lo alto de un rascacielos.
Mientras tenía la mirada clavada en la pared y la mente en los consignados anhelos, tuvo la sensación de que una enorme mole de plomo lo asentara en la sucia tierra. La preocupación dio paso al miedo que se manifestó rápidamente en su cara constreñida y se dejó caer boca abajo sobre el colchón. Pensó en los fenómenos de circo, en la envidia del hombre, escuchaba las voces llenas de esa rabia inconsciente tachándolo de adefesio y, entre las sombras, distinguió los infinitos índices que lo señalaban.
Un agudo sonido le taladró la cabeza y le hizo volver en sí. Respiró hondo, era el despertador, al parecer, se había levantado antes de que este sonara, trató de reincorporarse, pero desistió al recordar el caos provocado por sus aún torpes alas, tenía una rara sensación en la espalda. Al tratar de estirar su brazo derecho para alcanzar el despertador no pudo moverlo.
   Cuando no sintió los brazos, supo que todo había sido un sueño, pero las alas debían estar ahí, claro, en lugar de sus brazos. Ya se las arreglaría.
Después de pasados un par de minutos sin intentar moverse por miedo a destrozar su cuarto, experimentó un ligero hormigueo detrás de la espalda.
La falta de sangre en las extremidades le hace a uno jugarretas muy pesadas.

                                                                                                   José Luis Rendón

Ventana cuadrangular con vidrios oscuros

En la ventana del número cuatro, de vez en vez, se la puede ver. Suele ser incómodo el pasar y verla con su cámara tomando fotos en todas direcciones. Nunca sabes si es a ti o a alguien más a quien apunta. Pero ella es así, un tanto rara y antisocial, siempre mira con recelo y, más que mirar, observa.
   Eran vacaciones, por lo tanto, no había obligación de pararse a cierta hora y realizar el monótono ritual del “día hábil”. La mente se encontraba confundida tratando de evadir el tic-tac de las manecillas del reloj. Eran vacaciones y sentía la ambigüedad al verse frente a frente al espejo.
Los libros suelen ser su puerta de entrada y salida a otros mundos; pero después de ser contadas y clasificada, esas puertas se entrelazan convirtiéndose en murallas.
   Aquel día, como cualquier otro de su vida: Insignificante y abrumador.                   Como autómata, se levantó de la cama, comió, bebió su obligatoria taza de café y después no supo qué hacer. Encendió el televisor y dejó que alguien más hablara, pensara, hiciera y sintiera por ella, pues eran vacaciones. “¿Para qué darle vueltas al mismo asunto, para qué esperar la luz que alguna vez guió su camino, si aquella luz (en caso de existir aún), era ya una estrella lejana?”
Sintió la necesidad de vibrar escuchando aquello que la gente llama “música”. Puso play a la lista de reproducción, sonando desde las estridentes guitarras y solos de batería, hasta las melancólicas palabras que dan armonía a “Las Ciudades”:
“… Y mi cuerpo entero se llenó de frío.
Y estuve a punto, de cambiar tu mundo,
de cambiar tu mundo por el mundo mío.”

   Al son que sentía puso orden, muy a su manera, a lo que llamaba hogar. Se tomó un descanso de cuando en cuando, pues la luz solar que entraba por su ventana cegaba su melancolía. Comió y puso pausa a la música intentando así poner pausa también a su espíritu aventurero. Al frenar su ímpetu, se percató de que la luz solar, aquella que tanto molestaba en sus labores y alumbraba su oscuro corazón, ya no se veía más. La luz artificial hizo entrada alumbrando aquellas menospreciadas avenidas.
   Era de noche, todos en sus casa, las aves en sus nidos, y ella allí, en su ventana, de pie, ante la humanidad implorando al cielo. Con el poco valor que sentía dentro de sí, alzó la mirada, se dibujó frente a ella un cielo completamente congestionado, lleno de grietas ásperas como las que marcaban su propia piel. ¿Un capricho de la naturaleza, un castigo de su Dios o un agente químico extraño?
   De súbito, el viento llegó a poner fin a las comparaciones despejando el gris panorama y, como quien abre una caja de regalos en su cumpleaños, con las mismas ansias y con el mismo brillar en sus ojos, ella esperó alegremente que la luz guiara su camino.
   Pasaron horas y horas, no apartó ni un segundo la mirada con la esperanza de convertirse en una estrella. Quedó absorbida en la vasta inmensidad que le congelaba todo sentimiento.
   De pronto, vio cómo un punto luminoso comenzó a parpadearle, como si tratara de seducirla y molestarla al mismo tiempo, como diciéndole “Sí, soy yo”. Y, efectivamente era ella: aquella estrella que en algún tiempo fue su guía aquí en la tierra. Sin embargo, lo que realmente observó fue el macro y microcosmos en toda su extensión, el presente le reveló el pasado y, ambos, parte del futuro.
De un punto salió otro, comenzaron a jugar, a perseguirse dibujando curvas y líneas rectas, como las trayectorias de las crías al jugar con los hermanos.    Como células en fase mitótica empezaron a correr y correr, de aquí para acá, de acá para allá, llevando y reproduciendo la vida misma. En fin, lo que ella veía, en lugar de cielo, semejaba una muestra microscópica de una gota de agua con incuantificables organismos.
  Tanto en tan poco tiempo y tan poco tiempo para tanto. Ella se fundió con su entorno, sino con el absoluto mismo. Su cuerpo allí de pie, pero su espíritu jugando a las atrapadas. Sin embargo, todo lo que sube tiene que bajar, así lo dicta este planeta subordinado a las leyes físicas.
   La oscuridad ya no le aterraba. Descubrió que la convertía en un ser sólido.  ¡La oscuridad le había enseñado tanto! Recordó quién era en realidad. No era ya la que se encontraba fundida en el absoluto, era, en cambio, la que se encontraba sumamente sólida en un mundo concreto.
   La oscuridad pasó dejando una estela de frío y la promesa de la luz.                            El cuatro era su número, ventana cuadrangular con vidrios oscuros.
Sintió un mágico rocío posándose sobre su rostro, y fue entonces, al inhalar aquellas partículas repletas del nuevo día, cuando por primera vez amó, como nunca antes, el significado del amanecer.

Daniela Márquez

A qué huele tu ausencia

Todo en ti tiene aroma. Quiero hablarte de la fragancia de tu ausencia...
  Rozo quedamente mis labios con tus labios en sinónimo de adiós. Cierras y abres los ojos. Das media vuelta y apresuras tu paso huyendo de mis brazos. Evitas voltear, temeroso de convertirte en una estatua de sal. Tu silueta delgada y alta se pierde entre una muchedumbre ahíta que emana la sucia fetidez del sudor humano.
   Cuando evoco los recuerdos de ti, un aroma dulzón y de picor inusitado -como el olor de la orina estancada en los rincones oscuros de las calles- me saquea el olfato. A veces, a eso huele tu ausencia: a amoniaco y hollín. Sólo a veces, mientras me resigno a no encontrarte paseando a través del asfalto ambulante, a no encontrarte sentado en algún auto vagabundo, a no descubrirte perenne en mis memorias desteñidas.
   Siempre llego a casa cansada, hambrienta e impregnada de ti. Con tu olor a infinito y miel galopando el hipódromo de mis manos, de mis senos, de mi lengua, de mi cuerpo entero. Me recuesto en un colchón lleno de corpúsculos mugrientos cubiertos por mantas y sábanas amarillentas; miro el techo inalcanzable, buscando un universo lleno de color, de galaxias y estrellas que continúa perdido entre defectos y puntos de concreto níveo. Cierro los ojos, con la nariz apuntando al cielo, pensando en el aroma de tu ausencia, embriagándome con la fragancia de tu poesía escondida en la vergüenza de tinta oscura y de versos que no quiero mostrarte. En mi soledad, todo en ti huele a madera añeja y escritos cohibidos.
   Despierto desnuda, con los cristales de la habitación empañados por el frío extranjero y mojada por lágrimas adheridas a mi rostro gélido, cubierta por el perfume de la ausencia donde no estás, ésa que huele a tinta rosicler, tal como mis mejillas que insisten en teñirse coloradas cuando mis ojos y tus ojos vuelven a converger.
   Emocionada te miro, con una mirada que destila un aroma a uva y jazmín. Atemorizada e insegura te recuesto en el camastro roto que suspira polvoriento una fragancia a almizcle. Suave y sensual. Un olor convertido en cortesana para la nariz de ambos. Mis labios trémulos se acercan muy lento a tu rostro, buscando fusionarse con tu boca tibia y húmeda, y es justo esa muerte instantánea lo que provoca que tu ausencia desborde el olor a luz híbrida.
   El calor de tu piel huele al mismo río fluido donde te vienes y te vas. No puedo hablarte ya de la perspectiva que tiene mi olfato sobre tu ausencia. Ya no. Apenas has llegado...                                                                               

                                                                                                     Zianya Xochimeh

UNA TARDE DE MAGIN

Tenía seis años, cuando mi hermana mayor comenzó a salir con muchachos. Te diré que, en esa época, las citas eran algo distintas a como lo son hoy. Mi hermana, como hija de familia, no tenía permitido salir sola con muchachos en su primera cita, así que en estas ocasiones solía acompañarla.
   Recuerdo que una de sus citas fue en la Feria anual del Lago encantado. La feria siempre se realizaba al otro lado del lago, pues del lado del puente solo se usaba para fines turísticos o de recreación, por lo que era muy común ver parejas de enamorados en pequeñas barcas.
   Lo bueno de ir a los, entonces, encuentros tan románticos para mi hermana como asquerosos para mí, era que los pretendientes me cumplían todos mis caprichos y el chico de esa ocasión no era la excepción. Me convenció de dejarlo a solas con mi hermana con una bolsa grande de palomitas, un algodón de azúcar y diez pesos. Tomados de la mano, se dirigieron a una barquita que él rentó a un viejo carpintero. Yo, por mi lado, me quedé disfrutando de mis golosinas en la feria. Mirando el paisaje, recordé la leyenda que mi abuelo me contó acerca del puente. Me dijo que este lugar es la entrada a un mundo mágico en donde alguna vez hubo luz y bondad. Este mundo, habitado por hadas y duendes, fue invadido por fuerzas oscuras, las cuales, lo destruyeron todo y encerraron en aquellas bancas de piedra, el pasado de estos habitantes en  un sueño eterno.

   Pensar en tal mundo me puso triste. De pronto, miré aquel puente, corrí para poder rodear el lago y me detuve. Mi abuelo solía decir que los entes guardianes de las fuerzas oscuras, cuidan celosamente las bancas solitarias para que nadie libere al pueblo mágico de su cárcel eterna. Me acerqué un poco, después un poco más, cuidadosamente toqué una de ellas, luego la otra. Busqué alguna inscripción en las bancas, no la encontré, busqué un símbolo…sí, ahí estaba, un triángulo dentro de un círculo. Lo toqué. Después una luz blanca me cegó y ya no supe nada. Desperté en mi casa, en mi cama. Mi hermana me jura aún hoy, que jamás tuvo una cita en ese lugar, peor aún, dice que el lago encantado no existe ni existió en nuestro pueblo.                         
                                                                         Guerrero Flores Amanda Aranza

Yo no me trago esa idea de que Dios no existe

En un sutil abrir de piernas he hecho aparecer a Dios, lubricado en colores brillantes, ardiendo de pecados solitarios. Le he contemplado el cuerpo sonrojado, instrumento con el que viajamos a los campos de la lujuria roja. Escuché su voz entrecortada pidiéndome encontrar el silencio que hace tiempo había perdido entre los leves gemidos desenfrenados concebidos por mis labios entreabiertos; gemidos cautivos por la cárcel auditiva de la habitación contigua. Mmm, mmm, mmm…
   ¡Oh, oh! Dios existe. Lo sé. Lo he visto lúbrico galopando con su obediente lengua húmeda sobre el hipódromo de mi cuerpo lascivo: mis senos, mis muslos, mis pies, mi vagina; ha provocado que me aferre a la colcha mojada bañada en las arrugas de las sábanas despeinadas.
   ¡Sí, sí! Dios existe. Lo sé. Lo sé. Lo he acariciado con las yemas calientes de mis dedos. Lo he besado con mi humedad tibia. Lo he enredado entre mis piernas pecadoras vestidas de ligueros sombríos, sus hombros las sostenían mientras penetraba mi cavidad contraída; mis piernas débiles se derretían conforme sus movimientos, ¡más y más!, hasta escurrirse en sus brazos tensos.
   Dios existe. Lo sé. Lo has engendrado con tus sublimes artes amatorias. Lo he ahogado con las aguas transparentes del clítoris exacto de la boca de la omnipotencia. Él nace en los sueños eróticos de tu infierno. Él muere sumergido entre los sonidos celestiales de una caracola que yace al oído de un amante navegante; y yo, yo me pierdo como el silencio, para morir y revivir en ninguna vida que me ofrezca la misma muerte, ni el mismo abandono involuntario.
   Mmm, sí, Dios existe. Lo sé. ¡Ah, ah!, lo he sentido…

                                                                                    Zianya Hernández

Agateofobia

El demonio más terrible de todos lo había poseído. La ansiedad quemaba los rastros de cobardía y vergüenza que antes lo absorbían. Su faz era una mezcla de placer y tensión.  Con ternura feroz complacía cada parte de su cuerpo. Se retorcía entre aires de goce cuando sonó la puerta.
  Lanzó reproches y se arrepintió por no silenciar el acto hasta que vio la imagen frente a él. Sabía que vendría. De la frustración pasó a la satisfacción. Sentado en el sofá, se dispuso a observar las curvas de su cabellera. Fue un instante largo, como la espera de su llegada. No había terminado de leer sus pecas cuando encontró sus brazos alrededor de sus caderas.
   No era la primera vez que un hombre se volvía loco por una mujer, no eran los únicos que se escondían bajo el manto de la Luna. Se perdió en su vientre y mares de alivio lo absorbieron. En el eco de sus gemidos seguía vibrante el fuego manipulador. Entonces el demonio lo traicionó y lo dejó a su suerte.
   Su corazón ahora lanzaba destellos de ternura, sintió que la amaba desde siempre. Sus labios  llenaban de frescura esos muslos que ardían, esos ojos claramente insatisfechos.
   Ella se marchó  sin explicación rechazando ese poema vivo que no anhelaba. Mientras, en el sosiego de la humillación, él sintió que el fuego penetraba su ser, se reavivaron las ganas de perder el aliento. Había regresado su amante cautiva. Se perdió en tornados de soledad y perturbación, tal y como su demonio personal, como Lujuria, se lo dictaba.


                                                                                                          Karla Choreño.

Alta tensión

En el viento se sentía y se oía el miedo. Él miraba la calle sin ningún propósito. Comenzaba a hacer frío.
            Puso a calentar agua para un té o, tal vez, para un café. Se sentó en su viejo sillón, tomó su libro y continuó leyendo. Metido en la lectura se olvidó del agua caliente y, peor aún, se olvidó de su destino. Regresó a la realidad cuando el agua comenzó a hervir y gorgorear.
   Entró a la cocina y apagó la lumbre.
   El timbre suena y sabe que son ellos. Se dirige naturalmente a la puerta. Si siente miedo, tristeza, alegría o alivio, lo disimula bien. Pone la mano en la perilla, suspira, la gira y abre…

White Boogika

En el parque cerca de mi casa

Cada domingo, desde que tengo memoria, pasábamos temprano, al regreso de la iglesia y estaban ahí, frente a la misma cerca, muy  juntos o, mejor dicho, cercanos, la cabeza en el hombro del otro.
  Ellos eran viejos, claro, a los ojos de un niño, pero seguro que eran viejos, quién sabe qué tantas cosas podrían contarme: ¿la aparición del coche?, ¿de la luz eléctrica?, o tal vez algo más antiguo aún.
    Cuando dejé de ir a misa y en las noches iba al parque para fumar un cigarro, seguían allí, aguantando el frío o la lluvia, pero siempre muy juntos, las ardillas ya no les tenían miedo.
   Me entristece no haberles prestado más atención, de verdad era una imagen envidiable, tantos años, y seguían abrazándose con todo ese amor. Crecí, pero ellos parecían haberse estancado en la misma edad de cuando yo, siendo pequeño, los vi por primera vez.
   En la mañana de mi decimonoveno cumpleaños me levanté temprano a correr, siempre se respira bien en ese parque; al aproximarme a la cerca, su cerca, observé el cadáver de él, descuartizado. Me contuve mientras los corredores pasaban indiferentes a mi izquierda. Ella aún seguía de pie con el brazo caído y la cabeza baja.
No pude llorarles ni ofrecerles los honores que se merecían. Por eso, este es un pequeño homenaje a ese par de magníficos eucaliptos que formaban un arco en donde -por las tardes- los rayos del sol se entintaban de dorado. Para cortarlo a él, tuvieron que arrancarle la cabeza del hombro de ella.
No cortaron un árbol del parque cercano a mi casa: mutilaron una historia de amor.

                                                                                                                                  José Luis Rendón

La compañía de tu conciencia

En cuanto llegó, se sentó en el sillón; ése que está frente al televisor. De los bolsillos de su saco, logró obtener su cigarrera y comenzó a fumar desesperadamente.  Tras su tercer cigarrillo en mano, fue en busca de una botella de tequila. Bebió a grandes tragos. Se dirigió a su recámara y recostó su cuerpo en el frío lecho compartido  hace tan solo unos días. Cerró los ojos, trató de dormir, pero no lo consiguió. Dio tres vueltas en la cama. No dejaba de pensar en lo mismo.
   Se miró en el  espejo, aún su piel tenía algunos rasguños y se podía observar a simple vista su labio inferior hinchado, adornado con una pequeña fisura. Una noche de copas bastó para empezar ese juego, esta farsa que lo llevaría a perder todo.
   Besó sin amor, tocó un cuerpo, lo acarició, lo hizo suyo sin sentir nada.
Su celular vibraba entre las cobijas, cinco llamadas perdidas de un número desconocido. Hizo caso omiso. Por su mente pasaban mil recuerdos, momentos que, quizá, jamás volvería a vivir: “la junta de trabajo se extendió”, una mentira más que Estela, su esposa, tuvo que creer. No sentía el menor remordimiento al mentir tan despiadadamente a quien se supone debía lealtad. Aún siente esas manos violentas recorriendo su cuerpo a la “hora de las juntas”.
Su secretaria guarda el secreto a voces, intenta cuidar su trabajo.
El reloj marca las 5:00 a.m. del día 29 de abril de 2012 y  junto a él no hay nadie.
 Hace diez días que Estela desapareció sin decir nada, sin dejar rastro alguno. Lo dejó en esa fría habitación  acompañado únicamente de su conciencia.
                                                                                                                                    Patricia Arango


miércoles, 21 de agosto de 2013

Lo que no ha comenzado

Cuando no quede nada por ocurrir
y las nubes se hayan arrojado desde el suelo
impactantes, impactadas,
y los sueños
se conviertan en un espejo
donde la realidad se mire con vanidad,
¿qué supones que harás conmigo,
qué piensas que haré yo?

Sé que el beso que se niega
debe ser robado,
pero ¿a dónde irá el misterio entonces?
irá vagando labios curiosos
y mendigará asilo en las pulcras bocas,
pero las más ansiosas lenguas
—ávidas espadas recién desenvainadas—,
le arrojarán en un escupitajo.

¿Sabes tú lo que sucede
con lo que no ha comenzado
y comienza?


Con un ansia presurosa
he buscado en mis últimos ayeres,
me arden la mañana y los ojos
de tanto desear que la tarde no llegue.

¿Qué haré con la desdeñada tarde,
con todo lo que fraguaba
y con estos versos
que mi penuria inmoló por ti.

¿Sabes tú lo que sucede
con lo que no ha comenzado
y comienza?

Las miradas que no se cruzan
y los labios húmedos de deseo
que no se tocan
y las palabras quedas
que gritan pero no se dicen,
los anhelos que no pueden
hacerse realidad,
no mueren:
se vuelven amigos
del tiempo y la espera.

¿Sabes tú lo que pasa
con lo que no ha comenzado y comienza?
pues…
lo que no ha comenzado y comienza,
termina.
                                                Chrisü Job


Infierno aquí

Enmohecidas palabras
tornan hediondas
las calles y edificios.
Un escupitajo de muerte
vuelve grises los cuerpos,
ridiculiza la bondad.
Cual tormenta de arena,
la irremediable pestilencia
y la infamia nos deglute,
al igual que las pirañas
dejan limpios y estriados
los huesos de sus presas.
El  hombre se saca los ojos
y apuesta con su brillo,
se devora la tierra
a vastas bocanadas.
Humean nuestros poros,
somos fábricas de odio,
hierve nuestra sangre
como el magma del infierno,
ése donde habitamos.


            Federico Miranda

Estocolmo

Inhálame, abrázame, córtame, destrúyeme,
despedaza tranquila y paciente a Estocolmo;
llévate lejos todos mis escombros pasados
y sin vacilar amontóname con ellos y entiérrame.

Ayúdame, hiérame, dilúyeme, fórmame,
rasga a dulces mordidas todo mi cosmos;
dibuja con tus ojos todo lo que somos,
aquellos que gritan desesperantes “extráñame”.

Córtame, cúrame, escríbeme, suéñame,
sé tierna con tus besos que me curan solos;
seamos esos locos amantes silenciosos
que juegan dolorosos al más duro encuéntrame.

Úsame, maltrátame, fúndeme, ámame,
demos el paso más salvaje de todos,
aquel que nos lleve en desacomodos
a un lugar donde pocos y nadie se dicen “sálvame”.


                                          Daniel Rêveur 

Tierra en mis huesos

Quiero ser sobre los huesos,
bajo los perdidos besos de los cuervos,
amanecer bajo las venas
de las intrincadas tierras.

Quiero ser en mí
y  por mis ojos,
la esclavitud en ti
cual caracola a pasos.

Sin resquebrajarme
 a trazos de la espada rota.

Quiero ser en el río,
desertando acantilados
 bastos y perplejos,
 de difuminada arena.

Quiero ser entre las rocas,
que el cordero se transforma
como la cal, en una piedra blanca,
lentamente, de pezuña a garra.

Quiero ser, tal cual si fuera,
pero no en cobardía,
en ti bajo las llamas
y en mí sobre cenizas.
  
         Brian Alemán Gallardo


A 12 meses

Empeñé mi tristeza
para regalarte unos besos.

Bien sabes que prefiero
un cielo viudo de estrellas,
a  mi boca huérfana de tu boca.

Hipotequé sin miramientos
la morada del desamparo,
para poder darme el lujo
de adquirir unas sonrisas
de segunda mano,
para conseguir
una dosis de consuelo
y de locura desgastada.

Me quedé sin piel,
sin brillo en los ojos,
con la garganta agrietada
y la lengua oxidada.

Vendí todo
por una onza de esperanza pura.

                      Federico Miranda





Reflejo

De asombro y otras sorpresas. Lo inusitado.

Emilia caminaba muy tranquila mirando hacia el horizonte y a las personas que se cruzaban con ella. No había mucho en qué poner atención, sólo los ojos, en su mayoría cafés oscuros. Además del color, está lo que ellos te dicen, pensó. Tantos eran los ojos tristes que optó por mirar el piso, trataba de no pisar las líneas de cada cuadro.
A lo lejos, distingue a una joven con cabello corto, casi a rapa. No sabe bien cuál sea la razón de la familiaridad que le infunde esa joven. En su vida ha visto decenas de vagabundos o, como dice su mamá, de “marihuanos”, pero el sentir algo especial por esa mujer, en verdad es incómodo.
Las manos de la joven están negras como noche, también su rostro; sólo eso deja ver, el resto de su cuerpo  lo cubre  sus ropas harapientas.
Emilia se percata de que la mujer lleva unos tenis rotos y viejos. Le recuerdan, por su parecido, a los que le dio su padre antes de salir huyendo de casa. De aquel cuello pende un collar similar al que el abuelo Juan le regaló…
Seguro tiene el lunar en el seno derecho como  ella.

                                                                                                   Olga Martínez

Te espero

Tengo ganas insaciables de escribir, de comerme a mí misma,
de colmar mis ojos con letras tácitas.

Siento hervir en mi mirada tu cuerpo desnudo.  
Tú estás lejos, y  yo aquí, esperándote.

Me pondré mis mejores letras para el día de tu regreso. 
Tendré sonetos en mis labios y me perfumaré de versos. 
Vestiré palabras ceñidas a mi cuerpo para morir en tu vientre cálido. 
Mis ojos tendrán los destellos de miles de Te amo.
Y con mis dientes morderé suave tus labios.

Me citarás en la hora hermosa y en el lugar preciso. 
Y cuando te vea a lo lejos, extenderé mis alas
 para volar pronto a tu encuentro. 
Recitaré en tu oído metáforas que se enlazarán a tus  cabellos negros. 
Me regocijaré en tu exquisita voz, en tus tonos, en tus Te amo más
Sorda de ti, asentaré mis labios en los tuyos
para que esta poesía se derrame.
Y con mis dientes morderé suave tus labios. 

Mis manos encontrarán las tuyas,
 tan suaves y cómodas, hechas para las mías.
Nos aferraremos la una a la otra.
Sentiré tu latir en mis muñecas, palpitaremos a la par. 

Caída la noche, me refugiaré en tu cuerpo. 
Me ocultaré en tus senos y bajaré sigilosa al tabernáculo
que habita entre tus piernas. 
Oraré en ti, te tocaré: me sentiré viva, como en casa. 
Sabré que allí seré bienvenida noche a noche
cuando el frío abrasador me haga víctima de tu ausencia. 
Viviré en ti, de tu cuerpo, de palabras y caricias.
El tiempo dejará de existir
 y con mis dientes morderé suave tus labios.

Nos haremos una,
         nos haremos amor,
                    nos haremos deseo,
         nos haremos carne,
nos haremos para deshacernos llegado el día. 
No diré adiós. Que el alba me queme, me destroce, me carcoma.
 Yo no soltaré tu forma.
Moriré pues tú eres alba, eres muerte, eres mía. 
Y con mi cuerpo ya desfallecido,
con mis dientes morderé suave tus labios....

                                         María del Carmen Ríos. Grupo 610


martes, 20 de agosto de 2013

Un extraño más

Era un extraño más, llegaba a las instalaciones —tan añoradas— sin saber dónde mirar, pero observando todos lados. No recuerdo ni si quiera mi primer conocido, si le hablé yo o me llamó él, si tenía un nombre distinto al mío, si le gustaban las mismas cosas o si iba en el mismo turno, pero hubo un primer conocido, mi primer desconocido.
Era un extraño más en el aula de clases, el sujeto que se posaba frente a mí y el resto de extranjeros de alrededor, me resultaba ajeno y enigmático. Creí que pasaría desapercibido, igual que la persona con quien rolaba su lugar cada cincuenta minutos, un tedio, sin duda.
Me la pasaba aguardando la hora libre, insisto, era un extraño más echando una retita en la cancha llena de tierra, con un futuro que comenzaba a mancharse de polvo, igual que mis zapatos y sueños distraídos. Con una guitarra de caparazón, entonando una canción de Arturo Meza: “Era un extraño más —cantaba—, lejos del corazón de dios… de musas perdidas en el muladar”.
Inscribirme al taller de teatro o al de coro, ¿qué pasión seguir?, el gusto a la literatura dramática por un lado, el amor al canto del otro. No sé cómo me quedé en estudiantina. Recuerdo el salón: Afine una guitarra y toque, dijo el profesor. Acorde de La menor, rasgueo de balada rock, una canción de José Luis D.F. No es eso lo que tocamos aquí, yo levanté los hombros. De acuerdo, sentenció, está usted inscrito.
Entre música y amigos, se me estaba terminando el primer periodo. No fue tarde cuando descubrí la manera bestial en que mis calificaciones agonizaban, parecían condenarme de por vida. Calma, calma, decía, todavía no es tarde. ¡Oh no!, no lo era. Ignoro si fue el destino o mi disposición quien me llevó al quinto año con todas las materias exentas.
Era un extraño más en busca de pasiones. Descuidados, asomaban mis primeros versos. ¿Letras de canciones?, comenzaban a perder lo poético, mis acordes sonaban entre el blues y el bolero, en ocasiones les quedaban apretadas las melodías, no quería dejar de hacer música, pero tampoco deseaba estancarme. En la biblioteca, un libro de Rubén Darío me incitó a dar nueva estructura a mis ideas, me volví fanático al color azul. A veces era un rey burgués, en otros momentos un duque Job, pero continuaba siendo un extraño más.
Cuartetos, tercetos, redondillas, sonetos, acrósticos, acrónimos… En mi afán por hacer de todo, no creé nada. Me inscribí al concurso interpreparatoriano de aquel año. Me sorprende que domines el octosílabo, comentó mi asesor, pero la rima ya no se usa. Necio, cual no consigo dejar de ser, opté por inscribirme de todas formas. Me llegó el rumor de que al leerlo, cierto profesor había dicho con frialdad: Está bueno, pero este otro está mejor. De manera que mi redondilla no figuró en aquella prueba.
Consternado, no he de negarlo, cuestioné mis pobres versos sin piedad. No lo esperaba, pero el más tímido de ellos me respondió. Dijo que yo era quien los atrapaba en esas jaulas anticuadas que eran los moldes, me exigió libertad. Conmovido, quité el candado de su prisión, para recibir el sexto año con nuevas aspiraciones, y una profesora que dijo ante el grupo: Yo pienso que la literatura hay que vivirla.
Por otra parte, el retorno a clases significaba también el regreso al viejo taller de estudiantina, cuyo futuro no parecía tan prometedor, pues una figura se jubilaba, a su retiro crecía una sombra de polémica. Ante la partida de su igual de antiguo director, se corrió el rumor de la extinción de dicho grupo musical, ¿qué iba a ser de las almas que acudían a su salón, a dónde irían en busca de desahogo y regocijo? …un escándalo en algún noticiero, una charla con la directora general, una supuesta confusión… Está bien, se buscará un nuevo director de estudiantina.
De tarea, había quedado investigar sobre la prehistoria del país. Una curiosidad inminente me poseía al tener en mis manos una fotocopia, ante la cual, existía la previa advertencia de la profesora: No la lean, concédanme el privilegio de la duda. ¿De qué tratará?, sin más, la leí para descubrir un viejo cuento que exaltaba el pasado maya, no me resultó tan interesante como esperaba.
Cuando llegó la clase, ya estaba preparado para fingir que el texto era nuevo para mí. Les leeré la fotocopia, dijo la profesora, síganme con la vista. ¿Por qué no poner a leer a algún alumno?, pensé, yo lo haría muy bien. Luego lo descubrí. El grupo no estaba preparado para escuchar su voz que resonaba en cada rincón del aula, ni si quiera el escándalo perpetuo del pasillo se atrevió a perturbar su lectura, el ruido ajeno parecía sumarse a su palabra. El salón entero quedó estupefacto. El texto que no me había causado mayor impacto, adquiría ahora un sentido nuevo.
Más de una ocasión intenté acercarme a aquella profesora, las primeras impresiones que me brindó, habían bastado para causarme admiración. Siempre estaba rodeada de alumnos. Era un extraño más fascinado ante sus cualidades lectoras, encantado por su clase entusiasta. Ella, por su parte, compartía sus experiencias literarias con los jóvenes que le abordaban.
¡Ah!, era un extraño más, poeta de ningún lugar. Aguardaba la madrugada y en su obscuridad solitaria, trataba de encontrar nuevos temas para mis versos. Ya se ha escrito de todo, ¿qué resta por descubrir, en dónde hallar lo que no tiene principio, qué sucede con lo que no ha comenzado y comienza?, ¡queda tan poco que decir y tanto por cantar!
Está bien, me habían dicho, se buscará un nuevo director de estudiantina. El aula se reabrió. Soy su nuevo profesor, les quiero dejar algo bien claro: yo no soy su antiguo maestro ni planeo serlo, tengo mi propio estilo.
Filofobia: Se define como un persistente, anormal e injustificado miedo al amor, a enamorarse o a estar enamorado. Las experiencias pasadas me habían dejado abatido. Quizás fue por eso, cuando crucé miradas con una muchacha de estudiantina, fingí no sentir nada. Simulé que no me cautivaban sus ojos, disimulaba al conversar con ella y fingía demencia cuando me comentaban que le gustaba. Enamorarse, ¿y qué pasaría luego, cuando no quede nada por ocurrir…?
Era un extraño más. Cierto día, un carismático profesor de historia, el ídolo de las masas, me dijo: Desde que te cerraron estudiantina, andas errando por todos lados. ¿Cómo fui a elegir área 3?, todos mis amigos estaban en el campo de las ciencias exactas, mi profesor de matemáticas decía que yo debía estar allí. Otros más comentaban que mi vocación estaba en las humanidades: Te arrepentirás del área 3. ¿Qué hacer con tanto tiempo disponible, a dónde ir si ya no queda sitio para volar en libertad?
Ya se abrió la convocatoria para los concursos interpreparatorianos, dijo la profesora de literatura, anímense a participar. Me sentí listo para enfrentarme de nuevo a tal reto, el año pasado, mi necedad me había relegado. En alguna carpeta de Mis Documentos, encontré un viejo cuento. Además, seleccioné varios de mis poemas para llevárselos a la profesora. ¿Y si los criticaba, y si los mutilaba, estaría dispuesto a aceptarlo total de ganar una prueba?
Nada de eso ocurrió, peor aún. Vamos a combinarlos. ¿Qué? Sí, fíjese cómo esta parte de aquí se ajusta con este otro poema. Es que ya estoy acostumbrado a que sean dos poemas diferentes. Usted fíjese qué bien se combinan:
Cuando no quede nada por ocurrir
y las nubes se hayan arrojado desde el suelo,
impactantes, impactadas,
y los sueños
se conviertan en un espejo
donde la realidad se mire con vanidad,
¿qué supones que harás conmigo,
qué piensas que haré yo?
Sé que el beso que se niega
debe ser robado,
pero ¿a dónde irá el misterio entonces?
irá vagando en labios curiosos
y mendigará asilo en las pulcras bocas,
pero las más ansiosas lenguas
—ávidas espadas recién desenvainadas—,
le arrojarán en un escupitajo.
¿Sabes tú lo que sucede
con lo que no ha comenzado
y comienza?
Con un ansia presurosa
he buscado en mis últimos ayeres,
me arden la mañana y los ojos
de tanto desear que la tarde no llegue.
¿Qué haré con la desdeñada tarde,
con todo lo que fraguaba
y con estos versos
que mi penuria inmoló por ti.
¿Sabes tú lo que sucede
con lo que no ha comenzado
y comienza?
Las miradas que no se cruzan
y los labios húmedos de deseo
que no se tocan
y las palabras quedas
que gritan pero no se dicen,
los anhelos que no pueden
hacerse realidad,
no mueren:
se vuelven amigos
del tiempo y la espera.
¿Sabes tú lo que pasa
con lo que no ha comenzado y comienza?
pues…
lo que no ha comenzado y comienza,
termina.
Usted confíe en mí y ya verá que podremos hacer maravillas. Además del poema, trabajamos el cuento. Por primera vez, experimentaba lo que es la verdadera crítica constructiva. Cuando llegué  a casa, me puse a corregir todos mis escritos, de la misma forma en que habíamos pulido los trabajos con los que concursaría.
Mi grupo no es el 658, tampoco el 661, ni el 657 y mucho menos el 651. Es una mezcla de los cuatro, mi propio grupo, construido en el momento en que me inscribí. Gracias a esto, mis horas libres pocas veces coincidían con las de mis compañeros de clase. En cambio, la persona que tenía disponibles las mismas horas era la misma muchacha de estudiantina de quien hablaba antes. Cuando me di cuenta, había pasado todo mi tiempo libre a su lado. Este poema me encantó, dijo la maestra cuando se lo mostré —o bien pudiera decir: “se lo presumí”—, así déjelo, no necesita ninguna corrección. Y eran los versos que había escrito pensando en aquella joven.
Estaba entusiasmado, la profesora que tanta admiración me causaba, estaba por abrir un nuevo taller para la creación literaria. La primera clase de este curso colateral, estuvo llena de personas que como yo, emergían como escritores. Cada uno de ellos, con una historia propia al lado de la profesora, que tanto apoyo nos estaba brindando, tanta dedicación al leer todos y cada uno de los escritos.
Recuerdo el medio día en el aula del taller. Una muchacha le había mandado sus poemas a la profesora, quien le pidió leerlos ante el grupo. Dos en particular. Cuando terminó, la maestra, Graciela Noyola, me miró confiada, segura más que de sí, de mí. ¿Qué le recomienda a su compañera? La rima, fue lo primero que dije, la rima ya no se usa. No me encontraba alardeando, estaba compartiendo un poco de lo aprendido en mi corta trayectoria de poeta, sí, nunca antes me había atrevido a llamarme de tal forma hasta ahora, con la profesora Noyola como sustento, quien me hizo sentir más cerca de la literatura que antes.
Profesora, Graciela, recuerdo todas las palabras que me ha dicho, las palabras de aliento para ayudarme a mejorar mi poesía. Dijo: Usted me eleva, pero de repente me baja de golpazo, ¡no pierda el ritmo!  Usted es buen poeta, pero no se engolosine, ¡exíjase! Hay que ser de mentalidad abierta, es la única forma de vivir en estabilidad. También recuerdo el día en que la encontré dando clase a un grupo, y al asomarme, se entusiasmó conmigo diciendo: ¡Gano, usted ganó en el concurso de poesía!
La alegría de ese triunfo aún prevalece, sin embargo, ya estoy buscando nuevas oportunidades. En esta búsqueda llevo su influencia como una marca de Caín. Me dijo un pajarito que usted siempre gana en los interpreparatorianos, cada año recibe un estudiante que, como yo, crece con su enseñanza. Le pido no me olvide. Yo soy el alumno que al leer, se acuerda del texto que usted recitó en la primera clase. Soy el muchacho que corregía sus escritos antes de mostrárselos, para que al verlos, no pudiera cambiarles nada y sin embargo, siempre dejaba pasar cualquier detalle, para que usted lo encontrara y así demostrase que todo es perfectible. Soy un extraño más, un punto muerto en medio de la hora, charro atrabancado, hombre imaginario, pájaro azul, altazor, músico de la murga, prisionero iluso de esta selva cotidiana, poeta de ningún lugar.
No sé cómo fui a terminar en área 3, no sé lo que habría pasado de haber optado por el área 1, o la 2. Estoy por decidir una carrera, pero sé que a donde quiera que me dirija, estaré marcado por la literatura, por su enseñanza.
                                                        
                                                                                       Atentamente
                                                                                                       Chrisü Job