sábado, 21 de marzo de 2015

Respuesta de un zapatero que compuso mal unos zapatos

Estimado Cliente:
Me he sorprendido mucho al encontrar su carta en mi buzón, ya que desde hace semanas, y sin faltar, sólo he recibido las cuentas de gas, luz y agua.
Sus palabras me han llevado a mis años de infancia, en el taller del mejor zapatero del pueblo: mi abuelo.
En la entrada de su modesto taller podía leerse con letra clara pintada en la pared y enmarcada con grecas doradas: “Por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. El mejor calzado para estar bien firmes sobre la tierra”. Era su lema, y siempre lo siguió, aun cuando sólo teníamos unos pocos centavos para poder comer.
Yo era un niño humilde, como podrá imaginarse no contaba con juguetes, por lo que mi único pasatiempo era estar en el taller imaginando los rostros y ocupaciones de los dueños de aquellos zapatos que se amontonaban en la mesa de trabajo de mi abuelo.
―Cada zapato tiene su propia historia, es cuestión de que te concentres y logres ver más allá. Mira aquellos, su suela está desgastada, se trata de un joven que corrió muchísimo, se le hizo tarde para el trabajo; o aquellos que serán usados en una fiesta de XV años - reía-  Es una fortuna que estén aquí, ¿Sabes qué pasará con ellos? Renacerán en nuevos y lujosos zapatos, claro, siempre con su misma alma. Sus dueños les han dado una segunda oportunidad de vida. (Tal como usted hizo con los suyos). ¿Te gustaría que los ayude?  ―yo asentía con la cabeza.
―Entonces… ¡Es tiempo de trabajar!
Podía estar el día entero en el taller sin jamás aburrirme.
Pasaron los años y nuestros bajos recursos no me permitieron estudiar, lo que hizo que ayudara a mi abuelo en el oficio. Este fue mi segundo encuentro con el taller. Mi abuelo me enseñó cada parte del calzado, tipos de materiales, sus diversos tamaños. Era un gozo total entrar ahí; oler el cuero y el betún, ver zapatos de todas formas, colores y tallas e imaginar millones de historias recopiladas en ellos. 
Cuando mi abuelo trabajaba había en sus ojos un destello peculiar, una delicadeza en sus manos al tocar la piel del zapato y siempre una sonrisa en su rostro. Disfrutaba observar cómo ponía una parte de él en cada calzado y, al finalizar el día, cómo agradecía al Señor por el oficio que había puesto en su vida.
Lo que más deseaba en el mundo era parecerme a él: tener su dedicación, su entrega total al trabajo, sobre todo, anhelaba poseer el mismo brillo de sus ojos.
―Hijo, siempre ten fe en lo que haces, que no haya nada que te impida creer en ti, ni siquiera un par de zapatos que pienses son imposibles de reparar.   
No sabe cuánto daría por volver a esos días tan gloriosos y mágicos, cuando mi abuelo todavía se encontraba junto a mí. 
Cuando mi viejo murió, los calzados lloraban su pérdida, y un total silencio se expandió en el taller que fue un día mi país de maravillas, mi escuela.
El universo me había quitado a mi abuelo, mi fe y esperanza por vivir. No había una segunda oportunidad de ser feliz como la había para los zapatos que gracias a él pudieron recorrer otros caminos.
Recuerdo bien la mañana que usted llevó sus zapatos al taller, la suela estaba muy gastada y casi rota. El trabajo que hice en ellos fue un reflejo de mi persona: “duro y reseco”, como usted comenta en la carta. Cada clavo que puse en la suela, era como un golpe hacia el mundo.
Siento muchísimo lo sucedido, tiene toda la razón: en sus zapatos, todas las enseñanzas de mi abuelo quedaron burladas.
“Por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado”, ¿se acuerda? Era la frase de mi abuelo y que tristemente pronuncié al entregarle sus zapatos. Me pregunto cuántos otros calzados destruí por mi gran sufrimiento y enfado.
Pues bien, ha llegado el momento de agradecerle su carta; con ella usted ha pagado mi segundo intento de tener fe; de recuperar la mejor enseñanza de mi abuelo: la pasión.
Acepté la muerte de mi viejo, lo más difícil para un hombre sencillo como yo.  “El de arriba” seguramente lo quería para escuchar la historia de cada zapato que reparó amorosamente.
¿Sabe? Cuando falleció, usaba sus botas preferidas. Después de haber recorrido caminos lisos y algunos otros muy  empedrados, ahora caminan en suaves y mullidas nubes en el cielo.
Agradezco nuevamente su escrito, me hizo recordar momentos hermosos y, sobre todo, el maravilloso oficio que mi abuelo me enseñó.
Soy orgullosamente zapatero y le prometo que realizaré una segunda operación a sus zapatos, le aseguro que serán tan cómodos como firmes y usted no dudará en llamarme “modelo de artesano”.
Gracias, señor, o tendría que decir… ¿Gracias, Abuelo?
Soy sinceramente su servidor.
El zapatero

Gabriela Montiel Suárez