Elena,
Elenita, seguro has de extrañar nuestras pláticas nocturnas. No has de tener
noches de sosiego esperándome, siempre esperándome, en el mismo sofá
aterciopelado con la misma taza de té de manzanilla –no la del sobre, sino la
fresca, de la floreadita-, buenísima para menguar tus nervios y tus miedos
noctámbulos.
—Alicia,
revisa bien mi recámara que vi pasar a un lobo. Seguro se ha escondido debajo
de la cama.
¿Cuántas
noches sin calma y sin poder conciliar el sueño? El insomnio no te ha dado
tregua. Lo sé, por eso he de escribirte desde acá –más allá del mar de los
Sargazos, del otro lado del espejo- para que vuelvas a sonreír, porque sonreír es parte de tu naturaleza, y para que, por fin, descanses.
Aún
recuerdo cómo esperábamos el anochecer sentadas en la cornisa, la luna se
posaba perpetua y apacible, con trémulo resplandor ante nosotras, inquietas
espectadoras, ansiosas de entender su lado oculto.
Gustábamos,
en ese entonces, de contemplar las fotografías antiguas de la familia. Está
vívida en mí la emoción que nos proporcionaba tener en las manos un presente
tan eterno como el pasado. Lo tocábamos hasta que la memoria quedaba impregnada
de recuerdos. El pasado, el presente y el futuro: todo éramos en aquel
instante.
Me
cercioraba dos o tres veces de que el lobo hambriento de tu pureza no se
hallara en la habitación. Me lanzabas
miradas inocentes, ávida de historias que te relataba antes de dormir. Y luego
de la taza de té de manzanilla, con cálida voz,
musitabas:
—¿En
qué año estamos? ¿Mil novecientos? ¿Dos mil? He perdido la noción del tiempo:
me he quedado atrapada en la foto de la abuela.
Seguramente,
Elenita, ahora te preguntarás qué ha pasado conmigo, ¿acaso me hallaré enferma
-como tú- de soledad? Te hago falta. Tú a mí también, Elena. Tanto que las
palabras se me esconden avergonzadas.
Tal
vez serías una mujer más feliz acá donde estoy. Aquí donde los sentimientos se
respiran, toman formas inconcebibles y te inundan la mirada. Sin embargo,
comprendo también que ahora no hay armonía en tu existencia. Ésta se ha tornado
contra ti y te ha vuelto extranjera en tu propio cuerpo; pero descuida, mi
estimada Elena, después de relatarte lo que me ha sucedido, entenderás por qué
ha demorado tanto la llegada de alguna noticia mía.
Fue un
27 de enero, lo recuerdo bien porque ese día era el cumpleaños de tu entrañable
amigo Charles Dogson. Una lluvia incesante se encargó de ir esparciendo un
sentimiento de melancolía entre los transeúntes. Yo estaba complacida
observando desde el tranvía y sin prestar atención al alboroto, cuando
súbitamente un grito me sacó del letargo en que me hallaba, alcé la mirada y me
encontré con unos ojos que me miraban sin mirarme.
—¿Y
tú? ¿De dónde vienes tú? —Me preguntó señalándome.
Me
sobrecogió su rostro y su mirada ciega me traspasaba. Sencillamente no podía
con ella. Aparté la vista y la fijé sobre su vestimenta: un enorme saco negro y
una roída boina color marrón, llevaba además, en la mano derecha, un maletín de
cuero desgastado; en la izquierda, cargaba un bandoneón sin botoneras.
—¿A
dónde vas, eh?
—No…
no sé.
—¡Pero
ese es el peor lugar al que puedes ir! No seas tonta, sólo los locos van ahí.
Ya lo averiguarás con el tiempo, sólo los locos… ¿Adónde vas?
Se
abría paso entre la gente a empujones e injurias y, una vez que llegó junto a
mí, con gesto cortés se acercó. En voz baja, sonriente, me dijo:
—Ve a
donde el reloj marca las treinta en punto.
Su
aliento rancio, de alcohol barato, me produjo un extraño sentimiento de
compasión. Al no obtener respuesta de mi parte, se alejó hacia la salida y saltó impulsivamente hacia la avenida.
Tras
el episodio, bajé del tranvía y caminé sin rumbo por las calles hasta que unas
campanadas robaron mi atención: una capilla se alzaba imponente. Entré. Su ambiente cálido hizo que me
despojara del abrigo que me regalaste la navidad pasada. Dentro olía a una
mezcla de cera derretida e incienso. La recorrí lentamente y, cuando me dirigía
a la salida, reconocí entre la gente una voz que me llamaba por mi nombre. Un
sudor frío perló mi frente al percatarme de que aquel grito provenía del mismo
loco con el bandoneón sin botoneras y que, efectivamente, me hablaba.
—¡Alicia!
Llegas justo a tiempo. A tiempo. Por un momento pensé que estabas loca de
verdad. Si quieres te puedo tocar una canción triste. La más triste de todas,
para que te despidas de esto.
Fingió
tocar el bandoneón con un sentimiento tan hondo que hasta tú -la más incrédula
de todas- habrías pensado que en verdad interpretaba una pieza bellísima. Quizá
hubieras llorado. Yo lo hice. Apenas unas lágrimas. Lo suficiente para arrojar
el pesar de mi cabeza. Asombrado, el loco interrumpió la pieza y con extrañeza
dijo:
—Tienes
el mar en tus ojos. Quítatelo.
Dejó
el bandoneón y, tomando el maletín, con paso acelerado se dirigió a la parte
trasera de la capilla y yo, por una razón que hasta la fecha no he podido ni he
querido explicarme, lo seguí. Legamos a una puerta tan vieja y pequeña que sólo
arrodillados pudimos entrar. Pasamos por un largo corredor. El loco se volvió hacia
mí.
—Alicia,
¿A dónde vas?
Abrió
luego su maletín, sacó un reloj antiquísimo y me lo ofreció.
—¿No
ves, Alicia? Es el tiempo que te ha perdonado. No hay presente ni pasado ni
futuro para ti—. Se acomodó la boina y siguió por el
pasillo, escoltado por estatuas que parecían cobrar vida cuando las observaba.
Corrí
por aquel pasillo sin voltear atrás. Podía oler
geranios a la distancia y escuchar el murmullo del viento sobre los
árboles. Cuando llegué al final del corredor, vi la naturaleza en su esplendor:
el follaje se contoneaba dulcemente, me hacía reverencia, un lejano rumor de
agua se levantaba en música con el viento y los árboles me sonreían sabiamente.
¡Oh, Elena, si tú supieras!, me han revelado secretos que a los mortales les
está vedado escuchar. Ahora te los confieso. Elena, no quiero que te conviertas
en tu propia estatua, ajena al tiempo y olvidada.
Al
final del camino, me detuve exhausta. Cerré los ojos para guardar sin errores
la sensación que me embargaba. No sé cuánto tiempo pasó (o si acaso pasó).
Sobresaltada desperté y me di cuenta de que el bosque se había inundado por
completo. Una mortecina luz lo cubría, el ocaso estaba por partir y yo,
flotando, naufragaba por aquel naciente mar, buscándote.
Quizá
hubiera muerto de tristeza si no fuera por aquella ave, ella me ha conseguido,
de no sé dónde, lápiz y papel para escribirte a ti, Elena (ignora por favor la
mala letra y el papel maltrecho, pues aquí no hay más que mar y luna).
Lo
más probable es que recibas esta carta muy tarde, cuando estés cerca de donde
mora el Tiempo. No te olvides de mí, aunque ya sé que él no ha sido compasivo
con las arrugas alrededor de tus labios, ni con el cansancio de tu mirada
distraída; tampoco es piadoso con tus ilusiones olvidadas…ni con las lágrimas mías.
Pero
verás, ahora que yo también lo encuentre, le rogaré que perdone tu cabeza
blanquecina, tu extravío en la eterna fugacidad del instante, la memoria
confusa y los recuerdos de mi infancia que te han abandonado.
Mientras tanto,
piensa en mí, Elena, como yo pienso en ti.
Con todo cariño.
Tu
hija Alicia.
Meztli
Yaxem Uribe Salgado