sábado, 21 de marzo de 2015

El Vecino

Lo veía salir todos los días. Cerraba la puerta y comenzaba su caminata entre el frío matinal y el sol naciente.
Yo observaba todo desde la ventana de mi cuarto, siempre excitado por su figura bien vestida y la forma en la que caía su fleco negro cubriendo su frente y enmarcando sus ojos de ámbar.
No sabía si trabajaba o estudiaba. No me interesaba en absoluto saberlo. Sólo quería despertar y verlo partir. Aquel joven alto y esbelto me indicaba que el día comenzaba. Aquel muchacho cuyo oficio desconocía, al momento de cruzar la puerta, me instaba a preparar mi desayuno para después pintar.
¿Qué cosas pintaba? Sólo aquello que venía de mi imaginación, aquello que el muchacho me inspirara: el cansancio en su caminar, el fulgor de su voz…
Cuando volvía, con una morbosa timidez y una cordialidad traicionera, yo levantaba la mano en señal de un “buenas noches”, para recibir con lascivia la respuesta de su atenorada voz tras la sonrisa que responde al buen vecino.
Aún recuerdo el deleite que fue pintarlo con su camisa rosada y su sombrero negro. El recuerdo de ese cuadro me llena de éxtasis. Lo pinté de perfil, tocando el ala del sombrero, mientras revisaba el reloj en su muñeca izquierda y el sol chorreaba su luz somnolienta sobre su espalda…
Pero una semana no lo vi salir ni una vez.
¡Oh, cuánto sufrí su ausencia! Pretendía guardar la serenidad y la compostura, pero la ira y el miedo me ataron a la ventana esperando que su regreso me hiciera libre.
Lo vi llegar por fin una noche, cerca de las once. Traía dos maletas con correas marrones. Llevaba un abrigo largo de terciopelo negro y su sombrero. Yo volví a pintarlo: La noche cubierta con nubes de algodón y él bañado en el llanto amarillento de una farola.
La luna encendió en mí un furor lúbrico. Entre sacudidas y pinceladas; entre el sudor y su silueta tatuada en mi memoria, llegué al amanecer desmayado en éxtasis.
Al día siguiente, un disturbio frente a mi edificio me arrebató el sueño. Era un camión del que bajaban y subían hombres con cajas y muebles. Pude comprenderlo de pronto: Él se apartaría de mí, pretendía terminar con mi arte.
Me vestí rápidamente. Con una máscara de empatía y cordialidad, salí a darle los buenos días. Con mi mejor sonrisa escuchaba tranquilamente las razones de su mudanza, mientras en mi interior hervía el deseo de golpearlo y lloverle a gritos.
—Le he propuesto matrimonio a mi novia, ahora los dos buscaremos una casa más grande—. Sus palabras justificaron mi miedo.
 —Me alegro mucho por usted, vecino. Espero que sea muy feliz mentí, le ofrezco mi ayuda. 
Aquella semana transcurrió en su compañía, cargando muebles, depurando objetos (que después yo robaba de la basura para deleite personal) y tomando tazas de café mientras escuchaba historias de su infancia, del pueblo de su novia, y de sus padres. En la noche recordaba todo. Una ansiedad me invadía pidiéndome a gritos que pintase esas historias en pequeños cuadros. “Episodios”, los llamo yo.
Por fin llegó el sábado… Estaba listo para aceptar el fin de esta maravillosa historia con mi Orfeo.   
Ya estaba todo empacado en cajas, sólo quedaban fuera algunos objetos de cocina y lo necesario para que tomásemos café. Él hablaba de cómo sería su despedida de soltero, de la boda, y de las dos semanas que pasaría en el pueblo antes de la ceremonia. Eran casi las seis en punto. Decidí que era hora. Me levanté por la cafetera que aún hervía y, a traición, con un movimiento limpio y preciso, lancé el café sobre su rostro. Mientras él gritaba y maldecía, con completa parsimonia, fui por un tramo de cordel con el que habíamos asegurado algunos cuadros y cajas, y até sus muñecas. Invadido de una fuerza bestial, sometí su joven cuerpo. Él gritaba como deben hacerlo los ángeles cuando caen en los calderos del infierno. Tome un cuchillo y corté su cuello de oreja a oreja. Nada mejor para el “Episodio” final.
            Fui corriendo a mi departamento en busca de un lienzo. Con su sangre gloriosa pinté el abismo del infierno hirviente en el que danzaban las sombras y los pecados. Con mi mejor pincel dibujé su rostro y sus alas rotas.
¡Ah, ángel de mi arte, en tu suplicio encontré el material perfecto para la última oda en tu nombre!


Francisco Retana Mendieta