Una vez, Irene dijo que los
mejores lugares para hacer el amor están llenos de gente. Nos besamos en el parque, las hojas de un árbol filtran los rayos solares,
nos ilumina la cantidad exacta de luz que nuestro romance necesita. Sus manos
acarician mi nuca, pasean luego por mi espalda en un minucioso descender, llegan
por fin al borde de mi pantalón. Me retuerzo, me retuerce. Mis palmas no permanecen
quietas, me gusta jugar al espejo, imito sus movimientos y, sin nada que
lamentar, termino perdiendo la coordinación. Mis manos prefieren la libertad.
Es
divertido ver pasar a la gente escandalizada, blasfeman al mirarnos, pero sin
perdernos de vista. Las patrullas pasean de cerca, no se atreven a perturbar
sus gritos quedos, exhalados en forma de suspiros. Les parecen obscenos
nuestros actos, no saben que el único pantalón que atraviesan mis dedos es el
suyo, ignoran que el único cuello que su lengua humedece es el mío.
¿Por
qué aguardar la soledad para besar sus pechos, por qué si Irene tiene fobia a
la obscuridad? ¿Quién afirma que un pabellón con jardines, una tarde nublada al
borde de la lluvia, donde se mezclan los sonidos de las aves con el ruido de
los coches, no son el lugar y el momento precisos? Si no ha sentido el deseo de
hacer el amor en medio de una plaza pública, escoltado por edificios coloniales,
uno no está lo suficientemente loco. Si no ha sentido esas breves ganas de
enloquecer, ni siquiera está lo suficientemente cuerdo.
Chrisü Job