martes, 20 de agosto de 2013

Breves ganas de enloquecer

Una vez, Irene dijo que los mejores lugares para hacer el amor están llenos de gente. Nos besamos en el parque, las hojas de un árbol filtran los rayos solares, nos ilumina la cantidad exacta de luz que nuestro romance necesita. Sus manos acarician mi nuca, pasean luego por mi espalda en un minucioso descender, llegan por fin al borde de mi pantalón. Me retuerzo, me retuerce. Mis palmas no permanecen quietas, me gusta jugar al espejo, imito sus movimientos y, sin nada que lamentar, termino perdiendo la coordinación. Mis manos prefieren la libertad.
Es divertido ver pasar a la gente escandalizada, blasfeman al mirarnos, pero sin perdernos de vista. Las patrullas pasean de cerca, no se atreven a perturbar sus gritos quedos, exhalados en forma de suspiros. Les parecen obscenos nuestros actos, no saben que el único pantalón que atraviesan mis dedos es el suyo, ignoran que el único cuello que su lengua humedece es el mío.
¿Por qué aguardar la soledad para besar sus pechos, por qué si Irene tiene fobia a la obscuridad? ¿Quién afirma que un pabellón con jardines, una tarde nublada al borde de la lluvia, donde se mezclan los sonidos de las aves con el ruido de los coches, no son el lugar y el momento precisos? Si no ha sentido el deseo de hacer el amor en medio de una plaza pública, escoltado por edificios coloniales, uno no está lo suficientemente loco. Si no ha sentido esas breves ganas de enloquecer, ni siquiera está lo suficientemente cuerdo.


Chrisü Job