Así se difundió el Segundo Encuentro de Estudiantes de Bachillerato que Escriben en Gaceta UNAM.
Estamos muy contentos por este logro, ya que es un medio para seguir alentando y apoyando a los jóvenes escritores.
(taller
de guion en San Antonio de los Baños, Cuba)
Gabriel
García Márquez
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Hasta ahora me había parecido difícil, por no
decir imposible, observar en detalle los caprichosos vaivenes de la
imaginación, sorprender el momento exacto en que surge una idea, como el
cazador que descubre de pronto en la mirilla de su fusil el instante preciso
en que salta la liebre. Pero con el texto delante creo que será fácil hacer
eso. Uno podrá volver atrás y decir: “Aquí mismo fue”. Porque uno se dará
cuenta de que a partir de ahí -de esa pregunta, ese comentario, esa
inesperada sugerencia- fue cuando la historia dio un vuelco, tomó forma y se
encauzó definitivamente.
Una de las confusiones más frecuentes, en cuanto
al propósito del taller, consiste en creer que venimos aquí a escribir
guiones o proyectos de guion. Es natural. Casi todos ustedes son o quieren
ser guionistas, escriben o aspiran a escribir para la televisión y el cine, y
como esto es una escuela de cine y televisión, precisamente, es lógico que al
llegar aquí mantengan los hábitos mentales del oficio. Siguen pensando en
términos de imagen, estructuras dramáticas, escenas y secuencias, ¿no es así?
Pues bien: olvídenlo. Estamos aquí para contar historias. Lo que nos interesa
aprender aquí es cómo se arma un relato, cómo se cuenta un cuento. Me
pregunto, sin embargo, hablando con entera franqueza, si eso es algo que se
pueda aprender. No quisiera descorazonar a nadie, pero estoy convencido de
que el mundo se divide entre los que saben contar historias y los que no, así
como, en un sentido más amplio, se divide entre los que cagan bien y los que
cagan mal, o, si la expresión les parece grosera, entre los que obran bien y
los que obran mal, para usar un piadoso eufemismo mexicano. Lo que quiero
decir es que el cuentero nace, no se hace. Claro que el don no basta. A quien
sólo tiene la aptitud pero no el oficio, le falta mucho todavía: cultura,
técnica, experiencia... Eso sí: posee lo principal. Es algo que recibió de la
familia, probablemente no sé si por la vía de los genes o de las
conversaciones de sobremesa. Esas personas que tienen aptitudes innatas
suelen contar hasta sin proponérselo, tal vez porque no saben expresarse de
otra manera. Yo mismo, para no ir más lejos, soy incapaz de pensar en
términos abstractos. De pronto me preguntan en una entrevista cómo veo el
problema de la capa de ozono o qué factores, a mi juicio, determinarán el
curso de la política latinoamericana en los próximos años, y lo único que se
me ocurre es contarles un cuento. Por suerte, ahora se me hace mucho más
fácil, porque además de la vocación tengo la experiencia y cada vez logro
condensarlos más y por tanto aburrir menos.
La mitad de los cuentos con que inicié mi
formación se los escuché a mi madre. Ella tiene ahora ochenta y siete años y
nunca oyó hablar de discursos literarios, ni de técnicas narrativas, ni de
nada de eso, pero sabía preparar un golpe de efecto, guardarse un as en la
manga mejor que los magos que sacan pañuelitos y conejos del sombrero.
Recuerdo cierta vez que estaba contándonos algo, y después de mencionar a un
tipo que no tenía nada que ver con el asunto, prosiguió su cuento tan campante,
sin volver a hablar de él, hasta que casi llegando al final, ¡paff!, de nuevo
el tipo -ahora en primer plano, por decirlo así-, y todo el mundo
boquiabierto, y yo preguntándome, ¿dónde habrá aprendido mi madre esa
técnica, que a uno le toma toda una vida aprender? Para mí, las historias son
como juguetes y armarlas de una forma u otra es como un juego. Creo que si a
un niño lo pusieran ante un grupo de juguetes con características distintas,
empezaría jugando con todos pero al final se quedaría con uno. Ese uno sería
la expresión de sus aptitudes y su vocación. Si se dieran las condiciones
para que el talento se desarrollara a lo largo de toda una vida, estaríamos
descubriendo uno de los secretos de la felicidad y la longevidad. El día que
descubrí que lo único que realmente me gustaba era contar historias, me
propuse hacer todo lo necesario para satisfacer ese deseo. Me dije: esto es
lo mío, nada ni nadie me obligará a dedicarme a otra cosa. No se imaginan
ustedes la cantidad de trucos, marrullerías, trampas y mentiras que tuve que
hacer durante mis años de estudiante para llegar a ser escritor, para poder
seguir mi camino, porque lo que querían era meterme a la fuerza por otro
lado. Llegué inclusive a ser un gran estudiante para que me dejaran tranquilo
y poder seguir leyendo poesías y novelas, que era lo que a mí me interesaba.
Al final del cuarto año de bachillerato -un poco tarde, por cierto- descubrí
una cosa importantísima, y es que si uno pone atención a la clase después no
tiene que estudiar ni estar con la angustia permanente de las preguntas y los
exámenes. A esa edad, cuando uno se concentra lo absorbe todo como una
esponja. Cuando me di cuenta de eso hice dos años -el cuarto y el quinto- con
calificaciones máximas en todo. Me exhibían como un genio, el joven de 5 en
todo, y a nadie le pasaba por la cabeza que eso yo lo hacía para no tener que
estudiar y seguir metido en mis asuntos. Yo sabía muy bien lo que me traía
entre manos.
Modestamente, me considero el hombre más libre
del mundo -en la medida en que no estoy atado a nada ni tengo compromisos con
nadie- y eso se lo debo a haber hecho durante toda la vida única y
exclusivamente lo que he querido, que es contar historias. Voy a visitar a
unos amigos y seguramente les cuento una historia; vuelvo a casa y cuento
otra, tal vez la de los amigos que oyeron la historia anterior; me meto en la
ducha y, mientras me enjabono, me cuento a mí mismo una idea que venía
dándome vueltas en la cabeza desde hacía varios días... Es decir, padezco de
la bendita manía de contar. Y me pregunto: esa manía, ¿se puede trasmitir?
¿Las obsesiones se enseñan? Lo que sí puede hacer uno es compartir
experiencias, mostrar problemas, hablar de las soluciones que encontró y de
las decisiones que tuvo que tomar, por qué hizo esto y no aquello, por qué
eliminó de la historia una determinada situación o incluyó un nuevo
personaje... ¿No es eso lo que hacen también los escritores cuando leen a
otros escritores? Los novelistas no leemos novelas sino para saber cómo están
escritas. Uno las voltea, las desatornilla, pone las piezas en orden, aísla
un párrafo, lo estudia, y llega un momento en que puede decir: “Ah, sí, lo
que hizo éste fue colocar al personaje aquí y trasladar esa situación para
allá, porque necesitaba que más allá...” En otras palabras, uno abre bien los
ojos, no se deja hipnotizar, trata de descubrir los trucos del mago. La
técnica, el oficio, los trucos son cosas que se pueden enseñar y de las que
un estudiante puede sacar buen provecho. Y eso es todo lo que quiero que
hagamos en el taller: intercambiar experiencias, jugar a inventar historias,
y en el ínterin ir elaborando las reglas del juego.
Éste es el sitio ideal para intentarlo. En una
cátedra de literatura, con un señor sentado allá arriba soltando
imperturbable un rollo teórico, no se aprenden los secretos del escritor. El
único modo de aprenderlos es leyendo y trabajando en taller. Es aquí donde
uno ve con sus propios ojos cómo crece una historia, cómo se va descartando
lo superfluo, cómo se abre de pronto un camino donde sólo parecía haber un
callejón sin salida... Por eso no deben traerse aquí historias muy complejas
o elaboradas, porque la gracia del asunto consiste en partir de una simple
propuesta, no cuajada todavía, y ver si entre todos somos capaces de convertirla
en una historia que, a su vez, pueda servir de base a un guion televisivo o
cinematográfico. A las historias para largometrajes hay que dedicarles un
tiempo del que ahora no disponemos. La experiencia nos dice que las historias
sencillas, para cortos o mediometrajes, son las que mejor funcionan en el
taller. Le dan al trabajo una dinámica especial. Ayudan a conjurar uno de los
mayores peligros que nos acechan, que es la fatiga y el estancamiento.
Tenemos que esforzarnos para que nuestras sesiones de trabajo sean realmente
productivas. A veces se habla mucho pero se produce poco. Y nuestro tiempo es
demasiado escaso y por tanto demasiado valioso para malgastarlo en
charlatanerías. Eso no quiere decir que vayamos a sofocar la imaginación,
entre otras cosas porque aquí funciona también el principio del brain-storming hasta los disparates
que se le ocurren a uno deben tomarse en cuenta porque a veces, con un simple
giro, dan paso a soluciones muy imaginativas.
No se concibe al participante de un taller que no
sea receptivo a la crítica. Esto es una operación de toma y daca, hay que
estar dispuesto a dar golpes y a recibirlos. ¿Dónde está la frontera entre lo
permisible y lo inaceptable? Nadie lo sabe. Uno mismo la fija. Por lo pronto
uno tiene que tener muy claro cuál es la historia que quiere contar.
Partiendo de ahí, tiene que estar dispuesto a luchar por ella con uñas y
dientes, o bien, llegado el caso, ser suficientemente flexible y reconocer
que tal como uno la imagina, la historia no tiene posibilidades de
desarrollo, por lo menos a través del lenguaje audiovisual. Esa mezcla de
intransigencia y flexibilidad suele manifestarse en todo lo que uno hace,
aunque a menudo adopte formas distintas. Yo, por ejemplo considero que los
oficios de novelista y de guionista son radicalmente diferentes. Cuando estoy
escribiendo una novela me atrinchero en mi mundo y no comparto nada con
nadie. Soy de una arrogancia, una prepotencia y una vanidad absolutas. ¿Por
qué? Porque creo que es la única manera que tengo de proteger al feto, de
garantizar que se desarrolle como lo concebí. Ahora bien, cuando termino o
considero casi terminada una primera versión, siento la necesidad de oír
algunas opiniones y les paso los originales a unos pocos amigos. Son amigos
de muchos años, en cuyos criterios confío y a quienes pido, por tanto, que
sean los primeros lectores de mis obras. Confío en ellos no porque
acostumbren a celebrarlas diciendo qué bien, qué maravilla, sino porque me
dicen francamente qué encuentran mal, qué defectos les ven, y sólo con eso me
prestan un enorme servicio. Los amigos que sólo ven virtudes en lo que
escribo podrán leerme con más calma cuando ya el libro esté editado; los que
son capaces de ver también defectos, y de señalármelos, ésos son los lectores
que necesito antes. Claro que siempre me reservo el derecho de aceptar o no
las críticas, pero lo cierto es que no suelo prescindir de ellas.
Bueno, ese es el retrato del novelista ante sus
críticos. El del guionista es muy diferente. Para nada se necesita más
humildad en este mundo que para ejercer con dignidad el oficio de guionista.
Se trata de un trabajo creador que es también un trabajo subalterno. Desde
que uno empieza a escribir sabe que esa historia, una vez terminada, y sobre
todo, una vez filmada, ya no será suya. Uno recibirá un crédito en pantalla,
cierto -casi siempre mezclado con solícitos colaboradores, incluido el propio
director- pero el texto que uno escribió ya se habrá diluido en un conjunto
de sonidos e imágenes elaborado por otros, los miembros del equipo. El gran
caníbal es siempre el director, que se apropia de la historia, se identifica
con ella y le mete todo su talento y su oficio y sus huevos para que se
convierta finalmente en la película que vamos a ver. Es él quien impone el
punto de vista definitivo, y en ese sentido es mucho más autoritario que los
guionistas y los narradores. Yo creo que quien lee una novela es más libre
que quien ve una película. El lector de novelas se imagina las cosas como
quiere -rostros, ambientes, paisajes...- mientras que el espectador de cine o
el televidente no tiene más remedio que aceptar la imagen que le muestra la
pantalla, en un tipo de comunicación tan impositiva que no deja margen a las
opciones personales. ¿Saben ustedes por qué no permito que Cien años
de soledad se lleve al cine? Porque quiero respetar la inventiva del
lector, su soberano derecho a imaginar la cara de la tía Úrsula o del Coronel
como le venga en gana.
Pero, en fin, me he alejado bastante del tema,
que no es ni siquiera el trabajo del guionista, sino lo que podemos hacer
para seguir alimentando la manía de contar, que todos padecemos en mayor o
menor grado. Por lo pronto, tenemos que concentrar nuestras energías en los
debates del taller. Alguien me preguntó si no sería posible matar dos pájaros
de un tiro asistiendo por las mañanas al taller de fotografía submarina que
se está realizando aquí mismo, y le contesté que no me parecía una buena
idea. Si uno quiere ser escritor tiene que estar dispuesto a serlo
veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año.
¿Quién fue el que dijo aquello de que si me llega la inspiración me
encontrará escribiendo? Ése sabía lo que decía. Los diletantes pueden darse
el lujo de mariposear, de pasarse la vida saltando de una cosa a otra sin
ahondar en ninguna, pero nosotros no. El nuestro es un oficio de galeotes, no
de diletantes.
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