sábado, 21 de marzo de 2015

Aún sin palabras

Dubitativa como siempre, ¿eh? No, no lo puedo evitar, menos a estas alturas de la situación, con la aguja pequeña en el dos y la grande entre el tres y el cuatro.
Me siento de nuevo al borde de la cama. Miro fijamente el cajón inferior de mi buró. No tiene mucho dentro: un par de camisetas raídas que uso a veces para dormir, algunos recuerdos de lugares a los que mis amigos fueron de vacaciones, pero a los que yo nunca he ido; una caja de metal pequeña, llena de esas cosas que los padres no deben saber que compras, y un frasco de Risperidona con una navaja de afeitar envuelta en una hoja de papel; una bella navaja que si se sacara a la luz del sol resplandecería con tal desinhibición que la gente comenzaría a comprender al fin mi adoración por ella. De pronto, el pedazo de metal me grita desde las profundidades de la cajonera. Gritos que a veces se convierten en susurros, algunas veces, en cantos y otras tantas, en odas. El Canto hipnotiza mi mente; los gritos me mantienen petrificada. Podría quedarme horas ahí escuchándola cantar para mí sus únicas siete notas melodiosas, dejándola que atrape mis sentidos sin hacer nada. Así es, no haría absolutamente nada. Ni aunque mi vida dependiese de ello (y esa frase es irónica en sí misma), pero a lo que me refiero es… Bueno, tú sabes a qué me refiero. Cuando alguna voz dentro de la casa me despierta del trance luminoso, mis piernas son débiles y torpes al levantarme, como mi mente, diría yo. 6 pm. Es tarde. Bajé hacia la sala de la casa y teniendo ese rectangular pedazo de metal clavado en la mente, me encorvé sentada en el sillón, como lo hago para observar el buró de mi recámara.
―Helena, hazme un favor, ve a cambiar las baterías de este reloj- me dice la voz dulce de mi madre: una mujer alta, esbelta y en realidad buena madre, pero de pocos mirares. Ya sabes, ella siempre tiene algo qué hacer.
Tomo el reloj de la mesa, lo observo y parece que se quedó atascado en las siete de la mañana. Salgo sin decir nada. Casi me doy un tope con mi padre saliendo tan decididamente. Me saluda con un beso en la mejilla y me hace señas con sus hinchadas manos de obrero para guardar silencio porque quiere sorprender a mi madre. Soy obediente y me voy sin decir palabra.
Camino por la calle con la navaja aun tintineando en la cabeza. Me detengo primero en el escaparate de una tienda de libros; como las ventanas de algunos autobuses y del subterráneo, la vitrina está tallada, supongo que con un objeto punzante; además ostenta algunos descarados grafitis de consignas o sobrenombres ilegibles y, por supuesto, se percibe un penetrante olor a orines de indigente. Me desconcentro y observo mi reflejo en el vidrio rayado: ahí clavado en el piso, con una mano en el bolsillo y otra mano al costado, el cabello un tanto enmarañado bajo la capucha de la sudadera y bolsas debajo de los ojos. Hasta ahora entiendo cuántos días no he dormido. Me desclavo del suelo y voy con el relojero sin hacer más escalas. Camino por la avenida que lleva a su tienda y el hombre mira el reloj de lejos, ya lo conoce. Hace un gesto de aprobación apenas voy entrando a su establecimiento y se pierde en la pequeña sala de refacciones contigua. El propietario es el señor Piaras: medio irlandés; con cabellos escasos, pero de un tono rojo como el fuego bien definido, y tez blanca que ayuda al perfecto contraste entre la piel y la barba. Debo admitir que sentía simpatía por él y en realidad esa neurosis senil de la que a veces me percaté cuando los niños le gastaban bromas no me molestaba, incluso admiraba su minuciosidad y era asombroso su apego al tiempo. En seguida, y como somos clientes frecuentes, regresa con la batería del reloj. En unos segundos abre el artefacto, le saca su fuente de energía gastada con unas pinzas pequeñas, le inserta una nueva y lo cierra. Mira el reloj de oro que porta en la muñeca y ajusta la hora: 6:25 pm. En menos de cinco minutos salgo de la tienda, habiendo apenas cruzado palabra con el irlandés Piaras.
 Mientras el atardecer asoma vivamente desde el horizonte regreso a casa. Con paso firme, aunque cauteloso, casi mansamente. Temo escuchar El Canto; deseo amarrarme al mástil de mi velero y ponerme cera en los oídos. De forma impresionante, al caminar y acercarme un poco más a lo que pienso que es la fatalidad de mi propio aprisionamiento, la paleta de colores cálidos presenta su paisaje impresionista, incluso el poco calor que ya irradia el crepúsculo otoñal se siente bien en la cara. El aire es frío, pero la combinación de sentidos templa todo en un punto perfecto de paz… y como si necesitara una banda sonora aterradora para esta armonía materializada, escucho gritos desde el jardín de la casa. Un vuelco entre el corazón y el estómago se hace presente. ``Es esa bendita hoja metálica´´, me susurro en pensamientos.
Entro, y el alarido se hace cada vez más atronador en mis tímpanos. Dejo el reloj en la mesa y subo las escaleras. Entro a mi habitación que está inundada de tonos morados y oscuros. Me dirijo lentamente al buró y esta vez, abro la gaveta: encuentro las camisetas en primer plano, la caja rectangular de metal, algunos de los obsequios se deslizan hacia atrás como parte de la inercia del cajón, y sólo es eso… ¿Te has percatado de esos momentos cuando escuchas palpitar el corazón en los oídos? Momentos de presión emocional o una situación en la que tu vida corre un riesgo inminente. O, después de haber librado una corretiza o una carrera de obstáculos, ¿puedes escuchar esos tumbos que el corazón hace resonar en la cabeza? Aún mejor… ¿Has guardado silencio al punto de poder escucharlo en completa calma como el avanzar apacible de un reloj?
 Ahora escucho los gritos otra vez y me concentro. No, no son esos gritos que el pedazo de metal emitía a mis costillas, los gritos vienen de la planta baja. Desciendo de dos en dos los peldaños de las escaleras y busco la emisión de tal calamidad sonora.
En un momento encuentro a mi madre en el pasillo que conecta a la cocina con la sala, con las manos tapa su boca con horror y mi padre arrodillado en el piso con un ataque de asma crónica. Me acerco, veo primero los rizos azabaches de la cabeza de Art, mi hermano de año y medio. (Hace ya casi tres años que mis padres quisieron pintar de un verde pistache la habitación para huéspedes, pero no la amueblaron hasta que supieron que Art estaba sano y no había ningún tipo de complicación. El pequeño Art caminó bien a los once meses de nacido, daba risa incluso la manera en que daba pasitos de siete en siete hasta que no tuvo que apoyarse de alguien para no caer).
―¿Q-q-ué t-t-t-ien-ne e-en la b-b-boc-c-a? ―pregunta mamá al incorporarse mi padre.
            A pesar de la enorme figura de mi progenitor, logro distinguir mejor a Art, observo que está sentado, vestido con un overol azul y una camisita de rayas; sus rodillas raspadas están flexionadas hacia su cuerpo pequeño y en sus manos tiene una hoja de papel que distingo mordida, como si un ratón buscara basura para hacer su nido y se comió un pedazo de hoja de cuaderno. Papá sostiene en la palma de la mano un cúmulo de sangre coagulada ya, pero entre la sangre brilla un tono plateado. Al ver el destello hago que baje su mano ante mi vista. Él deja que tome su brazo, y observo un ademán de querer enjugarse las lágrimas, aunque desiste y éstas corren por su cara. Paso mi dedo por la bola de sangre y la reviento. Ahora el reloj sobre la mesa marca las 7:00 en punto. Supongo que debí darme cuenta por el frasco de Risperidona tirado en la puerta de mi habitación, o por esos siete aplausos que escuché proferir al pequeño de año y medio al pasar esta tarde junto a su recámara.
Arty escuchó también el cantar melodioso de aquel rectángulo estilizado de metal.

Malinalli Ramírez García