sábado, 21 de marzo de 2015

La mitad de mi vida

(Segundo lugar en el Concurso Interpreparatoriano de Cuento 2015, etapa local)

Bueno Aires, Argentina. Enero de 1830. La situación en mi país es cada vez peor: No hay empleo. El Gobierno de Rosas es cruel y nos está devastando.
Son las 5 de la mañana en punto. Como todos los días, me levanto cuando aún no amanece y apenas se escucha el canto de los primeros pajarillos. El calor ya comienza a sentirse. Sobre la silla, mi vieja chaqueta de cuero, teñida ya un par de veces, muestra las primeras cuarteaduras en los puños y la espalda. Ya me he afeitado con la espuma que pude conseguir de un trozo de jabón, justo como mi padre me enseñó. Frente al espejo, ya me he acomodado con el peine los cabellos mojados; ya me he puesto el reloj  dorado que mamá dejó en mis manos la última vez que la vi.  Limpio mis zapatos con la esponja apenas embarrada de cera, para después intentar conseguir la última gota de loción. Necesito dar una impresión formal, ya no elegante y educada, sino formal; después de todo no habrían de darle empleo a un hombre de barba crecida, de pantalones agujerados y con tierra entre las uñas por los trabajos de jardinería que hiciera el día anterior, obligado por no encontrar una mejor manera de ganar unas monedas. No iban a darle un empleo a un hombre como yo.
Salgo de casa, cierro la puerta de madera y camino hasta la esquina. Otra vez la gente decente -que lo tiene todo- parece despilfarrar, en sus fiestas para el dictador, el dinero que los obreros no tenemos. Allá están los sacerdotes y los hacendados gozando de su opulencia. El país necesita ser reorganizado, Rosas no puede seguir dándole la espalda a las leyes.
Tomo mi bicicleta (milagrosamente ha permanecido atada al soporte tubular de un faro), y así salgo de nuevo en busca de la suerte, en busca de un empleo. 
            “ABRIDEM S.A.”, escrito en letras grandes y luminosas a las afueras del edificio, un edificio nuevo y moderno, no rebasa los 7 años de antigüedad, y aún tiene menos tiempo abrigando a los trabajadores del señor Matías Reza Soler. Cómo ansío conseguir un puesto, cómo ansío restarme una preocupación.
Entro cuando se abren de par en par las enormes, y casi invisibles, puertas de cristal. A la entrada está un oficial, un hombre uniformado,  de pie y con la vista fija. No tengo que preocuparme por mi bicicleta, no tengo que hacerlo porque aquel hombre, con sus barbas negras muy bien recortadas y su bigote partido en dos, se ha ofrecido a no perderla de vista. “Vaya tranquilo, lo estaremos esperando”, me ha dicho.
Aquí voy de nuevo, la entrevista será en el piso 5. Me entregan una ficha con mi nombre, mi hora de llegada y una serie de números que no entiendo. Entonces me dirijo a la escalera y, nervioso, comienzo a subirlas. El aroma a papel y tinta sale de todas las puertas. Sin embargo, en los pisos 3 y 4 abunda el olor a perfume de mujer, perfume de flores y de frutas. Finalmente llego al piso indicado. Me sorprende la larga fila de hombres que espera ser atendida, rebasa los límites de la pequeña sala de espera y ha llegado al comienzo de las escaleras, sin duda me espera un largo rato ahí dentro.
 Miro a todos lados buscando entretenerme, observo cómo es el lugar donde posiblemente (ojalá corriera con suerte) comience a trabajar para, al fin, sobrellevar tranquilamente los gastos, y la vida. Las paredes del lugar son color rojo, aplanadas y con textura. Los techos blancos están enmarcados en azul y las esquinas de la habitación están decoradas con macetas repletas de plantitas verdes. Todas las puertas son de madera y se encuentran alineadas unas frente a otras. Hay tres escritorios, una sala amarilla con una mesa al centro y una máquina cafetera; más al fondo está el primer escritorio, detrás de él, se sienta una señora de edad, de cabellos rizados, gafas redondas,  que no ha parado de hacer llamadas telefónicas. También hay una maceta de barro con detalles azules, repleta de alcatraces, junto al segundo escritorio y cerca de una mujer, quizá la más bella del lugar. Piel blanca, cabellos negros, largos y lacios que caen sobre sus hombros y que a veces fastidian sus labios gruesos y de brillante color rojo. Viste un saco de lino bien planchado y una falda igualmente tratada. Desde aquí puedo ver sus piernas blancas y delgadas; calza sus pies con zapatillas negras de tacón. No me dirige ni una sola mirada, por eso no puedo ver el color de sus ojos; su vista permanece fija en los papeles sobre su escritorio. La miro y todo lo que me rodea deja de interesarme: el conseguir el empleo ya dejó de ser una preocupación.
No puedo dejar de mirarla, lo intento y mis ojos vuelven a su rostro. Mi corazón late con fuerza. Es como si sus cabellos me hubiesen atado a ella…
― ¡Levántate! Ya es tarde, debemos irnos ―me dice todas las mañanas con su voz medio dormida, cuando yo la abrazo y vuelvo a besarla hasta convencerla de quedarnos en cama otro rato más.
De la cama a la ducha, de la ducha al vestidor, del vestidor  a la cocina y de la cocina a la puerta; un beso de despedida y cada uno parte a su trabajo; ella, como asistente de personal en “ABRIDEM S.A.” y yo, en la empresa de mi abuelo. A pesar de que nuestros días son rutinarios, la llegada a casa siempre es diferente por ella: un día tiene una cena preparada,  o se ha comprado un nuevo vestido y me lo muestra, o quizá sólo tiene un acetato cualquiera para escuchar juntos. Lo bueno de llegar a casa es saber que tengo alguien a quien abrazar cada noche.
Los fines de semana son para nosotros dos. Salimos al cine, vamos al jardín central o a comer cualquier antojo. A veces visitamos a sus padres. Todo está bien: discutimos como todas las parejas, pero nos queremos tanto que no hay cosa alguna que no solucione un beso y una disculpa, y todo está bien. Ella siempre encuentra la manera de decirme lo mucho que me ama. Me lo dice de mil maneras distintas, “te amo”, “eres el mundo”, “cúbrete, el frío es tremendo”, “que tengas un buen día”. Ella me dice que me quiere, y a mí no me importa cuánto ni cómo; existo y soy especial para alguien, y con eso basta.
Nuestra recámara es nuestro lugar especial. Las paredes han sido pintadas de color rosa, a gusto de ella; las cobijas de la cama también ella las ha escogido en la feria de verano. Hay una ventana grande, con cortinas gruesas para que el sol no nos despierte antes de lo debido; ella ha comprado un par de lamparitas nocturnas para colocarlas a un lado de la cama y disfrutar de sus novelas románticas antes de dormir.
Se abren las puertas con tal violencia que los cristales se han roto para despertarme, y esta vez no con los besos de ella.
Ahora que lo pienso, ojalá hubiéramos pintado de azul aquellas paredes, ojalá las visitas con sus padres hubieran sido más frecuentes, ojalá el tiempo juntos en la plaza hubiera sido más largo; ojalá hubiera inventado yo más maneras de decirle lo mucho que la quería, cuán encantado me había dejado su belleza y lo feliz que estaba de haberla conocido; lo bien que me hacía despertar todos los días a su lado y saber que ella estaba ahí, conmigo y para mí; ojalá le hubiera dicho más veces que todo lo que hacía, era por ella.
Se abren las puertas con tal violencia que los cristales se han roto para despertarme, y esta vez no con los besos de ella. Dejo de divagar sobre la vida que no tendré jamás. Son los caudillos de Rosas buscando “el justo fusilamiento de los salvajes”. Por algún lado llegó el rumor de que Matías Reza Soler pertenece a los unitarios. Nos desalojan a todos, y allá llevan a la que pudo ser la mujer de mi vida. Quizá nunca la vuelva a ver.
Si tan solo nos hubiéramos conocido antes y no ahora que el destino no nos tiene nada deparado. Daría la mitad de mi vida por conocernos cinco, siete o diez años antes, por conocernos y hacernos felices, pero antes…

Virginia Arlette Cedeño Estrada