(Segundo lugar en el
Concurso Interpreparatoriano de Cuento 2015, etapa local)
Bueno Aires, Argentina. Enero de 1830. La situación en mi país es cada
vez peor: No hay empleo. El Gobierno de Rosas es cruel y nos está devastando.
Son las 5 de la mañana en punto. Como todos los días, me levanto cuando
aún no amanece y apenas se escucha el canto de los primeros pajarillos. El
calor ya comienza a sentirse. Sobre la silla, mi vieja chaqueta de cuero,
teñida ya un par de veces, muestra las primeras cuarteaduras en los puños y la
espalda. Ya me he afeitado con la espuma que pude conseguir de un trozo de
jabón, justo como mi padre me enseñó. Frente al espejo, ya me he acomodado con
el peine los cabellos mojados; ya me he puesto el reloj dorado que mamá dejó en mis manos la última
vez que la vi. Limpio mis zapatos con la
esponja apenas embarrada de cera, para después intentar conseguir la última
gota de loción. Necesito dar una impresión formal, ya no elegante y educada,
sino formal; después de todo no habrían de darle empleo a un hombre de barba
crecida, de pantalones agujerados y con tierra entre las uñas por los trabajos
de jardinería que hiciera el día anterior, obligado por no encontrar una mejor
manera de ganar unas monedas. No iban a darle un empleo a un hombre como yo.
Salgo de casa, cierro la puerta de madera y camino hasta la esquina.
Otra vez la gente decente -que lo tiene todo- parece despilfarrar, en sus
fiestas para el dictador, el dinero que los obreros no tenemos. Allá están los
sacerdotes y los hacendados gozando de su opulencia. El país necesita ser
reorganizado, Rosas no puede seguir dándole la espalda a las leyes.
Tomo mi bicicleta (milagrosamente ha permanecido atada al soporte
tubular de un faro), y así salgo de nuevo en busca de la suerte, en busca de un
empleo.
“ABRIDEM
S.A.”, escrito en letras grandes y luminosas a las afueras del edificio, un
edificio nuevo y moderno, no rebasa los 7 años de antigüedad, y aún tiene menos
tiempo abrigando a los trabajadores del señor Matías Reza Soler. Cómo ansío
conseguir un puesto, cómo ansío restarme una preocupación.
Entro cuando se abren de par en par las enormes, y casi invisibles,
puertas de cristal. A la entrada está un oficial, un hombre uniformado, de pie y con la vista fija. No tengo que
preocuparme por mi bicicleta, no tengo que hacerlo porque aquel hombre, con sus
barbas negras muy bien recortadas y su bigote partido en dos, se ha ofrecido a
no perderla de vista. “Vaya tranquilo, lo estaremos esperando”, me ha dicho.
Aquí voy de nuevo, la entrevista será en el piso 5. Me entregan una
ficha con mi nombre, mi hora de llegada y una serie de números que no entiendo.
Entonces me dirijo a la escalera y, nervioso, comienzo a subirlas. El aroma a
papel y tinta sale de todas las puertas. Sin embargo, en los pisos 3 y 4 abunda
el olor a perfume de mujer, perfume de flores y de frutas. Finalmente llego al
piso indicado. Me sorprende la larga fila de hombres que espera ser atendida,
rebasa los límites de la pequeña sala de espera y ha llegado al comienzo de las
escaleras, sin duda me espera un largo rato ahí dentro.
Miro a todos lados buscando
entretenerme, observo cómo es el lugar donde posiblemente (ojalá corriera con
suerte) comience a trabajar para, al fin, sobrellevar tranquilamente los
gastos, y la vida. Las paredes del lugar son color rojo, aplanadas y con
textura. Los techos blancos están enmarcados en azul y las esquinas de la
habitación están decoradas con macetas repletas de plantitas verdes. Todas las
puertas son de madera y se encuentran alineadas unas frente a otras. Hay tres
escritorios, una sala amarilla con una mesa al centro y una máquina cafetera;
más al fondo está el primer escritorio, detrás de él, se sienta una señora de
edad, de cabellos rizados, gafas redondas,
que no ha parado de hacer llamadas telefónicas. También hay una maceta
de barro con detalles azules, repleta de alcatraces, junto al segundo
escritorio y cerca de una mujer, quizá la más bella del lugar. Piel blanca,
cabellos negros, largos y lacios que caen sobre sus hombros y que a veces
fastidian sus labios gruesos y de brillante color rojo. Viste un saco de lino
bien planchado y una falda igualmente tratada. Desde aquí puedo ver sus piernas
blancas y delgadas; calza sus pies con zapatillas negras de tacón. No me dirige
ni una sola mirada, por eso no puedo ver el color de sus ojos; su vista
permanece fija en los papeles sobre su escritorio. La miro y todo lo que me
rodea deja de interesarme: el conseguir el empleo ya dejó de ser una
preocupación.
No puedo dejar de mirarla, lo intento y mis ojos vuelven a su rostro. Mi
corazón late con fuerza. Es como si sus cabellos me hubiesen atado a ella…
― ¡Levántate! Ya es tarde, debemos irnos ―me dice todas las mañanas con
su voz medio dormida, cuando yo la abrazo y vuelvo a besarla hasta convencerla
de quedarnos en cama otro rato más.
De la cama a la
ducha, de la ducha al vestidor, del vestidor
a la cocina y de la cocina a la puerta; un beso de despedida y cada uno
parte a su trabajo; ella, como asistente de personal en “ABRIDEM S.A.” y yo, en
la empresa de mi abuelo. A pesar de que nuestros días son rutinarios, la
llegada a casa siempre es diferente por ella: un día tiene una cena
preparada, o se ha comprado un nuevo
vestido y me lo muestra, o quizá sólo tiene un acetato cualquiera para escuchar
juntos. Lo bueno de llegar a casa es saber que tengo alguien a quien abrazar
cada noche.
Los fines de
semana son para nosotros dos. Salimos al cine, vamos al jardín central o a
comer cualquier antojo. A veces visitamos a sus padres. Todo está bien:
discutimos como todas las parejas, pero nos queremos tanto que no hay cosa
alguna que no solucione un beso y una disculpa, y todo está bien. Ella siempre
encuentra la manera de decirme lo mucho que me ama. Me lo dice de mil maneras
distintas, “te amo”, “eres el mundo”, “cúbrete, el frío es tremendo”, “que
tengas un buen día”. Ella me dice que me quiere, y a mí no me importa cuánto ni
cómo; existo y soy especial para alguien, y con eso basta.
Nuestra recámara
es nuestro lugar especial. Las paredes han sido pintadas de color rosa, a gusto
de ella; las cobijas de la cama también ella las ha escogido en la feria de
verano. Hay una ventana grande, con cortinas gruesas para que el sol no nos
despierte antes de lo debido; ella ha comprado un par de lamparitas nocturnas
para colocarlas a un lado de la cama y disfrutar de sus novelas románticas
antes de dormir.
Se abren las puertas con tal violencia que los cristales se han roto
para despertarme, y esta vez no con los besos de ella.
Ahora que lo
pienso, ojalá hubiéramos pintado de azul aquellas paredes, ojalá las visitas
con sus padres hubieran sido más frecuentes, ojalá el tiempo juntos en la plaza
hubiera sido más largo; ojalá hubiera inventado yo más maneras de decirle lo
mucho que la quería, cuán encantado me había dejado su belleza y lo feliz que
estaba de haberla conocido; lo bien que me hacía despertar todos los días a su lado
y saber que ella estaba ahí, conmigo y para mí; ojalá le hubiera dicho más
veces que todo lo que hacía, era por ella.
Se abren las puertas con tal violencia que los cristales se han roto
para despertarme, y esta vez no con los besos de ella. Dejo de divagar sobre la
vida que no tendré jamás. Son los caudillos de Rosas buscando “el justo
fusilamiento de los salvajes”. Por algún lado llegó el rumor de que Matías Reza
Soler pertenece a los unitarios. Nos desalojan a todos, y allá llevan a la que
pudo ser la mujer de mi vida. Quizá nunca la vuelva a ver.
Si tan solo nos hubiéramos conocido antes y no ahora que el destino no
nos tiene nada deparado. Daría la mitad de mi vida por conocernos cinco, siete
o diez años antes, por conocernos y hacernos felices, pero antes…
Virginia Arlette
Cedeño Estrada