martes, 30 de julio de 2013

Lunes, siete de la mañana

“Las piedras rodando se encuentran y  tú y yo 
 algún día nos habremos de encontrar” 
 El Tri



 Lunes, siete de la mañana. Un frío apretando el pecho, la oscuridad huyendo de las luces derramadas por pequeños faroles que marcaban senderos, y esa luna pálida dominando las alturas con su séquito de estrellas. Avancé desde la puerta, rumbo a los salones, a través de arboledas solitarias que exhalaban su aliento matutino. 
     Siete de la mañana, clase de Matemáticas, pero ustedes ya sabrán, prefiero no especificar sobre el tema, mas en pocas palabras, ¿De qué me servirían las Matemáticas? Escuché esa pregunta tantas veces, siempre a regañadientes y entre murmullos quejosos. Iba razonando sobre ese asunto cuando, como quien pasea su mirada distraídamente y voltea sorprendido al encontrar algo que rompe escandalosamente con el paisaje, la vi. Estaba ella en el vestíbulo. Encontré rosales en el desierto. Pensé que era un vestigio de luna y vapor rezagado en mis ojos. Parpadeé fuerte y quedé absorto. No desapareció, tatuada en mis retinas, se torno nítida. 
     Ella observaba la convocatoria para el Concurso Interpreparatoriano de Escultura, yo lucía como barco de vapor anclado, balanceado levemente por el viento y echando nubecillas de vaho por la boca. La palidez de su piel opacaba a la luna que me miraba celosa; el negro de sus cabellos se perdía en la oscuridad, y la profunda noche, que pronto daría paso al amanecer, parecía envidiosa de aquella negrura.  
- ¿Por qué no la había visto antes?- me cuestioné algo molesto conmigo mismo. 
     Ella miró su reloj de pulsera y luego dirigió su mirada hacia donde me encontraba yo, sus ojos se clavaron en los míos por un segundo que pareció tan largo como esas clases de Matemáticas de dos horas. Sonrió, en ese momento me senté en el suelo, sobre la gran explanada, entre el auditorio y los salones, saqué pluma, hoja y comencé a escribir, mejor dicho, a escribirle. Mientras alternaba mi mirada de sus ojos al papel, ella ensanchó su sonrisa y cuando terminé de escribir(le), me reincorporé solo con la hoja en la mano, dejando atrás mochila, pluma y voluntad. Me dirigí al maguey que custodia la entrada este del auditorio y mientras ella me veía coloqué la hoja enrollada entre una penca; cuando volví a mirarla, tenía los ojos clavados otra vez en su reloj de pulsera, me miró por un par de segundos más, los que escaparon como el sonido de un aplauso solitario, y corrió. 
     Consulté la hora, habían transcurrido 15 minutos y seguramente el profesor había empezado ya a pasar asistencia, corrí también. 
     Después de cuatro horas de clase, y antes del mediodía, regresé al maguey. No encontré nada: ni mi escrito ni su respuesta. La desesperación me comprimió la garganta y busqué nuevamente apresurado. 
     Al día siguiente, yo entraba a clases hasta pasadas las nueve, pero llegué a las siete. Sentado en el vestíbulo, esperé. Apunté la fecha de premiación del concurso que ella había leído. En cada hora libre revisaba las pencas del maguey. Luego, a esperar. 
     Llegué más temprano el siguiente lunes. Nada. ¿Me estaré volviendo loco? ¿En verdad la vi? Incluso, entré a la premiación del concurso que ella había consultado. Me senté en primera fila y en todo momento volteé examinando minuciosamente cada hilera, buscando su cara de luna y su cabello de noche. 
     Ya salí de la Prepa. Hace un año de eso. La licenciatura es diferente, pero cuando no puedo concebir el sueño y está próximo el amanecer, me levanto antes de que éste me sorprenda. A las siete de la mañana, la espero en la puerta de la Prepa. 

Nota:
Si alguien conoce a la mujer que responde a la anterior descripción, le suplico termine con mi angustiosa espera.

                                                                                                                               José Luis Rendón