martes, 30 de julio de 2013

Violeta, mi querida violeta

     
Sostengo mi mano en su piel rugosa y castaña. Suspiro. Alzo la mirada y ahí está, el pincel de sus cabellos pintando de lila mis cielos. ¡Ahí está! Mírala bailar al ritmo del susurro virginal. Acaríciala, tócala, despéinala con tus dedos de aire.

Sus pies magnánimos, claros, fuertes, dejan huellas floreadas, como la de los caminantes del mar. El lecho donde yace postrada se decora en púrpura arena. Ahí está. Contémplala. Ella, tan majestuosa, tan suave y cálida, adorna con pétalos y flores violetas la gran jardinera central, donde los cansados y ahítos de estudio se conglomeran para vestir el olfato del aroma fértil de la jacaranda. 

Magnífica obra de Dios: Mujer de largas y delgadas piernas torneadas, mujer de cabellos sedosos y morados. Mujer que engalana con su opulenta belleza los edificios estudiantiles, donde la vista de los ciegos se ve seducida por su terso color malva; sus piernas están al alcance de los presurosos; la sombra de su cuerpo desnudo ofrece tranquilidad para el desosegado y el nostálgico, refugio para los acalorados y los amigables, oído para el solitario, lengua para el mudo e inspiración para el perdido.
                                                                                                                              Zianya Hernández 
                                                                                                                              Grupo 610