No
necesitó fijarme horarios o darme una lista entera de libros gastados, eco de voces que innovaron al mundo alguna
vez, tampoco se presentó como figura autoritaria, frente a mí y otros 60
compañeros, imponiendo sus ideas.
Más
que con
palabras, me enseñó con su forma de ser y de pensar sobre la vida. No me
hizo pasar tinta de una hoja de papel a otra, sólo proyectó las ideas de su
mente en un pequeño espacio construido con sus manos y logró introducirlas en
mi pensamiento para que yo las reflexionara. Confió en mí y me enseñó a creer
en mí. Me ofreció una oportunidad para que yo pudiera demostrarle a los demás,
pero sobre todo a mí mismo, lo que podía lograr sí me lo proponía.
Las
charlas con él tenían la fluidez que
sólo es posible con quien se considera más que un maestro. Fue la única persona
que en todo un ciclo escolar pude considerar un amigo, alguien con quien podía
platicar, ser escuchado y al mismo tiempo escuchar, pero sin dejar de ser mi
maestro. Fue más amigo que las 70 personas que me rodeaban durante el día en el
salón de clases. No importaba qué fuera o pudiera ser, siempre aprendí algo
nuevo que me alentaba a ser auténtico.
Me
enseño quién era y a ser yo mismo, con él logré abrir mi mente a una
perspectiva de un futuro que anhelo, que podría disfrutar y me sentiría feliz
de vivir. Me probó que una persona puede dar mucho a otra a cambio de nada. Y,
lo más importante: me enseñó cómo era él y me hizo querer ser como él.
Indudablemente,
me refiero a mi entrañable maestro de Lógica.
Artemio Gandez
Grupo 510