El
demonio más terrible de todos lo había poseído. La ansiedad quemaba los rastros
de cobardía y vergüenza que antes lo absorbían. Su faz era una mezcla de placer
y tensión. Con ternura feroz complacía
cada parte de su cuerpo. Se retorcía entre aires de goce cuando sonó la puerta.
Lanzó reproches y se arrepintió por no
silenciar el acto hasta que vio la imagen frente a él. Sabía que vendría. De la
frustración pasó a la satisfacción. Sentado en el sofá, se dispuso a observar
las curvas de su cabellera. Fue un instante largo, como la espera de su
llegada. No había terminado de leer sus pecas cuando encontró sus brazos
alrededor de sus caderas.
No era la primera vez que un hombre se
volvía loco por una mujer, no eran los únicos que se escondían bajo el manto de
la Luna. Se perdió en su vientre y mares de alivio lo absorbieron. En el eco de
sus gemidos seguía vibrante el fuego manipulador. Entonces el demonio lo traicionó
y lo dejó a su suerte.
Su corazón ahora lanzaba destellos de
ternura, sintió que la amaba desde siempre. Sus labios llenaban de frescura esos muslos que ardían,
esos ojos claramente insatisfechos.
Ella se marchó sin explicación rechazando ese poema vivo que
no anhelaba. Mientras, en el sosiego de la humillación, él sintió que el fuego
penetraba su ser, se reavivaron las ganas de perder el aliento. Había regresado
su amante cautiva. Se perdió en tornados de soledad y perturbación, tal y como
su demonio personal, como Lujuria, se lo dictaba.
Karla Choreño.