jueves, 22 de agosto de 2013

Yo no me trago esa idea de que Dios no existe

En un sutil abrir de piernas he hecho aparecer a Dios, lubricado en colores brillantes, ardiendo de pecados solitarios. Le he contemplado el cuerpo sonrojado, instrumento con el que viajamos a los campos de la lujuria roja. Escuché su voz entrecortada pidiéndome encontrar el silencio que hace tiempo había perdido entre los leves gemidos desenfrenados concebidos por mis labios entreabiertos; gemidos cautivos por la cárcel auditiva de la habitación contigua. Mmm, mmm, mmm…
   ¡Oh, oh! Dios existe. Lo sé. Lo he visto lúbrico galopando con su obediente lengua húmeda sobre el hipódromo de mi cuerpo lascivo: mis senos, mis muslos, mis pies, mi vagina; ha provocado que me aferre a la colcha mojada bañada en las arrugas de las sábanas despeinadas.
   ¡Sí, sí! Dios existe. Lo sé. Lo sé. Lo he acariciado con las yemas calientes de mis dedos. Lo he besado con mi humedad tibia. Lo he enredado entre mis piernas pecadoras vestidas de ligueros sombríos, sus hombros las sostenían mientras penetraba mi cavidad contraída; mis piernas débiles se derretían conforme sus movimientos, ¡más y más!, hasta escurrirse en sus brazos tensos.
   Dios existe. Lo sé. Lo has engendrado con tus sublimes artes amatorias. Lo he ahogado con las aguas transparentes del clítoris exacto de la boca de la omnipotencia. Él nace en los sueños eróticos de tu infierno. Él muere sumergido entre los sonidos celestiales de una caracola que yace al oído de un amante navegante; y yo, yo me pierdo como el silencio, para morir y revivir en ninguna vida que me ofrezca la misma muerte, ni el mismo abandono involuntario.
   Mmm, sí, Dios existe. Lo sé. ¡Ah, ah!, lo he sentido…

                                                                                    Zianya Hernández