En un sutil abrir de piernas
he hecho aparecer a Dios, lubricado en colores brillantes, ardiendo de pecados solitarios.
Le he contemplado el cuerpo sonrojado, instrumento con el que viajamos a los
campos de la lujuria roja. Escuché su voz entrecortada pidiéndome encontrar el
silencio que hace tiempo había perdido entre los leves gemidos desenfrenados
concebidos por mis labios entreabiertos; gemidos cautivos por la cárcel
auditiva de la habitación contigua. Mmm, mmm, mmm…
¡Oh, oh! Dios existe. Lo sé. Lo he visto
lúbrico galopando con su obediente lengua húmeda sobre el hipódromo de mi
cuerpo lascivo: mis senos, mis muslos, mis pies, mi vagina; ha provocado que me
aferre a la colcha mojada bañada en las arrugas de las sábanas despeinadas.
¡Sí, sí! Dios existe. Lo sé. Lo sé. Lo he
acariciado con las yemas calientes de mis dedos. Lo he besado con mi humedad
tibia. Lo he enredado entre mis piernas pecadoras vestidas de ligueros
sombríos, sus hombros las sostenían mientras penetraba mi cavidad contraída;
mis piernas débiles se derretían conforme sus movimientos, ¡más y más!, hasta
escurrirse en sus brazos tensos.
Dios
existe. Lo sé. Lo has engendrado con tus sublimes artes amatorias. Lo he
ahogado con las aguas transparentes del clítoris exacto de la boca de la
omnipotencia. Él nace en los sueños eróticos de tu infierno. Él muere sumergido
entre los sonidos celestiales de una caracola que yace al oído de un amante
navegante; y yo, yo me pierdo como el silencio, para morir y revivir en ninguna
vida que me ofrezca la misma muerte, ni el mismo abandono involuntario.
Mmm, sí, Dios existe. Lo sé. ¡Ah, ah!, lo he
sentido…
Zianya Hernández