sábado, 21 de marzo de 2015

La extinción de los mártires

― ¡Señor! ¡Patroncito! ¡Patroncito! Por favor, por amor de Dios, ayúdeme. Sé que le debo mucho, pero ayúdeme. M’hijito está muy enfermo, no le baja la calentura, patroncito. Le juro por la virgencita que trabajaré más, pero ayude a mi niño. Hago lo que sea por mi niño, doy la vida por él, si usté quiere.
            ―Sé que desde que mi viejo se petatió le produzco menos, pero entienda que cargar con la deuda de mi tata y de mi viejo es mucho. Somos nomás mi chiquillo y yo. Tenga piedad, señor. Se lo pido de rodillas. Mi niño arde, está ardiendo. ―Suplica Jacinta. Su piel tostada por todas las horas que ha trabajado bajo el sol, se adorna con amargos riachuelos. Su rostro, un jardín marchito alberga luceros de esperanza que invocan la piedad de su patrón.
― Ya me debes mucho, Jacinta. No puedo hacer nada por ti.
― ¡Patroncito! ―Jacinta se hinca ― ¡Por favor! ¡Ayude a mi niño!
― Vete de aquí, Jacinta. ¡LARGO!
            El llanto de Jacinta se interrumpe por el ruido de una balacera. Sus ojos se abren como platos y se anegan de temor.
            ― ¡Patrón! ¡Balazos! ¿Cree usté que ya vengan los revolucionarios? ¡M’hijito! ¡M’hijito está solito allá en la casa! ¡Patroncito! No lo vayan a herir a mi niño.
Sus piernas, con medias de tierra, la llevan a galope a dónde su niño.
― Mami, tengo harta sed.
― Mi niño, mi niño chulo, tienes que levantarte, ya llegaron los revolucionarios.
― Mami, tengo harta sed.
― Espérame, mi niño, no te duermas, no te duermas, mi niño. Voy al pozo por tantita agua. No te duermas.
            Confundida, encuentra un campo abrigado de nubes con tufillo a pólvora. Algunos heridos de bala esperan la mano de la muerte en cama de polvo.
El mundo se extingue a la par de la vida de su niño. Jacinta vuelve el rostro a la construcción simplona que protege sin éxito al sol, de su mirada. Un hombre alto, con carrilleras y pistola en mano, profana el lugar con sus botas sucias de lodo y sangre.
― ¡No! ¡Señor! ¡Sálgase de ahí!― Jacinta corre a dónde aquel hombre de anchas espaldas se ha atrevido a pasar. Sus gritos besan con furia los oídos del extraño. Detiene su paso y voltea, sus ojos oscuros y profundos se instalan en la mirada llorosa de Jacinta.
― No se enoje, señora. Escuché los lamentos del chiquillo… Traigo agua ¿ve?
― ¿Usté es un revolucionario?
― Sí, señora. Uno bien hecho.
― ¿Quiere matarnos? ¡TENGA PIEDAD! ¡Mi niño está muy enfermo!
― No, señora. Le digo que sólo quería socorrer al niño.
Jacinta duda de la palabra del combatiente, pero la desconfianza se disuelve con los quejidos del niño, el dolor de la enfermedad recae en el alma de Jacinta, que aunque es de ánimo fuerte, la destroza ver a su niño tirado en el petate, gemebundo,  delirando.
―Pase, pues. Muchas gracias, señor.― Los ojos atentos de Jacinta, no se despegan del guerrillero. Más vale tener cuidado con éstos. Jacinta estaba preparada para abalanzarse contra él, en caso de que fuese necesario. El revolucionario pone la mano en la frente sudorosa del niño.
― ¡Señora, este niño parece lumbre!  Necesita un doctor…
― Pero yo no tengo dinero, señor.
― Si usted quiere, señora, vayamos a ver al que nos cura, no es doctor, pero sabe de hierbas, quizá él pueda ayudar a su hijo. El campamento no está muy lejos.
― ¿Lo dice usté en serio? ¡Señor! ¡Muchas gracias! ¡La virgencita lo bendiga!
 El revolucionario toma entre sus brazos al niño mórbido. Salen los tres de la choza. Se escuchan dos balazos continuos. Jacinta se retuerce pensando que ha sido a ella a quién le han disparado. 
El niño cae de las manos del insurrecto y azota en el piso; el rebelde cae de rodillas, su camisa se tiñe con sangre. Jacinta al fin entiende lo que ha ocurrido. Una segunda tormenta se aloja en el rostro del hombre. Fue el capataz, el patroncito.
― Mamá… ― susurra el niño, envuelto en tierra y sangre. ― Mam…
― ¡HAMBREADA! ¡Así que tú también eres revoltosa! ¡Traidora!
            Jacinta abraza al niño. Aprieta su rostro contra el suyo. Lo empapa, lo besa. Lo recuesta en el piso. Ellos le han quitado todo: a su marido, a su hijo, su felicidad, su libertad.
― ¡Vámonos, india! Ya te daré tu merecido. ―Dice el capataz y toma a Jacinta del cabello ―Pos si no estás tan fea, mi reina. ‘Ora sin hijo, me serás más útil. ―La arrastra.
 Jacinta se jalonea y logra zafarse. Lo abofetea. Corre. Mira hacia atrás. Ya viene el capataz. Abraza por última vez a su hijo. Toma la pistola del rebelde, le apunta al que fue su patrón. Un nimbo es parido por la boca del revólver. Tose. Es la primera vez que dispara, pero no ha salido mal. El capataz ha muerto. Mira a su alrededor. Muchos muertos, entre ellos, la carne de su carne. Llora, le llora a su soledad, a su hijo caído. Se limpia las lágrimas. Aún duele. Toma las carrilleras del rebelde caído. Renuncia a ser víctima y se vuelve revolución.
Zianya Pamela Flores Hernández